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La curva recta | 22/02/2025

El Bicentenario de la zalamería

Agustín Echalar
Agustín Echalar

La semana pasada, parafraseando al Zavalita de Mario Vargas Llosa, me pregunté: ¿cuándo se j*dió Bolivia?, refiriéndome a uno de los problemas irresueltos de nuestra sociedad, que sale a relucir cuando uno menos lo espera, porque está latente en la urdimbre de nuestra sociedad; vale decir ese racismo que no logramos hacerlo indetectable.

Pero hay otros aspectos, más allá de esa tara, que han contribuido ampliamente a que nuestro país sea lo que es, y a que no podamos celebrar con mucho entusiasmo los 200 años de la creación de esta maltratada república.

Walker San Miguel, en una muy interesante columna publicada en Brújula Digital la semana que termina, nos da una pista de cuando comenzó nuestro país a ir por el mal camino. Fue el año del señor de 1825. La ocasión, la declaración de la independencia del Alto Perú. El hecho, el acto de llunquerío más extremo ejercido en toda la América española. Cambiarle de nombre al país y llamarlo “República Bolívar”.

Usted dirá estimado lector que ese es cuento viejo, que todos sabemos que el nombre Bolivia viene de Bolívar y que así se llamó a este país en homenaje al llamado Libertador. El problema es que hemos normalizado tanto ese acto de zalamería que nos parece válido y adecuado. Ahí entra la columna de Walker, quien al relatarnos los otros acápites del paquete nos da una pequeña sacudida. Si señores, no solo se cambió de nombre al país, y a la ciudad que sería la capital, sino que se decretó que toda repartición pública y toda aula debían tener retratos de Bolívar y de Sucre y, cherry sobre la torta, el cumpleaños del Libertador debía ser feriado nacional.

No crea Ud. amigo lector que estoy proponiendo cambiar el nombre de nuestro país ni destrozar las estatuas de los ilustres compatriotas de Hugo Chávez que adornan nuestras calles y plazas, pero es importante reflexionar respecto a ese comportamiento tan obsecuente para con los poderosos que por lo visto se dio en nuestro país desde su creación misma.

Para descargo de los padres de la patria boliviana se puede decir que este llunquerío fue una estrategia para garantizar la independencia en relación a Lima o a Buenos Aires, como bien lo hizo notar José Luis Roca, pero ese acto tuvo sus secuencias y sus consecuencias.

El caudillismo ha sido uno de los peores factores de la política boliviana a lo largo de su historia: ha sido la fuente de terribles inestabilidades e injusticias, y aclaremos, ese forma de estructurar el poder (que implica abuso de poder siempre), solo es posible si hay un enorme coro de gente zalamera. El caudillo, el mesías, no se hace solo, lo construye su entorno.

En los últimos 20 años hemos vivido uno de los ejemplos más extremos del endiosamiento de un personaje primario, con una chatura moral inaceptable y de una ignorancia lacerante, más allá de su astucia política. Morales ha sido convertido en un monstruo por el entorno zalamero que lo secuestró, dirigido en primer lugar por su vicepresidente. Casi todos los males del gobierno del MAS están íntimamente ligados a esa actitud hacia su caudillo, de una u otra manera. Y esa es una tradición, o una tara, que se inauguró en el mes de agosto de 1825, hace 200 años.

La terrible crisis económica y el empobrecimiento general de la mayoría de los bolivianos debido a la devaluación de la moneda, no crean un ambiente propicio para festejos, tal vez sería una buena opción utilizar la oportunidad bicentenaria para en vez de celebrar a regañadientes, reflexionar más a fondo sobre las características de nuestra idiosincrasia y la acumulación de nuestras taras y defectos. Uno de ellos, no el único, es el tema que ocupa a esta columna hoy.



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