El hartazgo fue el auténtico vencedor en agosto de 2020. El 2019 cabalgó sobre una gigantesca desazón social ante el fraude y el 2020 el agotamiento se expandió gracias al coronavirus y a la acorralada gestión de Jeanine Áñez.
Jugamos durante ese periodo un cotejo futbolístico con alargue reglamentario. El juego político fue igual de intenso. Agotó al país. El gobierno transitorio de Jeanine Áñez buscó aplacar ese caudal de emociones brindando el “regalo” más esperado: la pacificación. No lo logró. La población quería “descansar”.
Rechazaba la continuidad de la protesta, repudiaba la guerra de “baja intensidad”, despreciaba el apronte callejero. Quería paz. ¿Qué sucedió? Se postuló el señor Aburrimiento. Un sujeto de menguada lumbre política fue ungido como candidato. Sucedió en otros confines del planeta: el famoso Salvador Illa gestó “el efecto Illa”.
Los catalanes, agotados en 2020 por la encarnizada pugna independentista desarrollada desde 2017, se decantaron por un desconocido político que se ocupó del coronavirus.
El soso gestor público dio un salto triunfal a la candidatura a la Gobernación de Cataluña. La gente quería calma y el escenario exigía un candidato de esa dimensión: aletargado. Los gringos optaron por la misma receta tras el jolgorio trumpista hasta 2021. ¿A quién eligieron? A otra plastilina politizada: Biden, quien gesticulaba esforzadamente al sonreír.
Un “tieso” devenido en candidato ante el tsunami trumpista. En Italia el vendaval de Silvio Berlusconi dejó una herencia no menos soporífera: Draghi, un talentoso economista que sentía vértigo al verse obligado a discursar.
La impronta de cambio, pues, no visualizó el pasó de la derecha a la izquierda. Visualizó el paso de la “fiesta” política al velorio político. De Carles Puigdemont a Salvador Illa. De Trump a Biden. De Berlusconi a Draghi. ¿Y en Bolivia? De Evo Morales a Luis Arce.
El país demandó un político que calmara las aguas. Un profesional que arreglara la economía del país, aunque no pudiera ofrecer un discurso medianamente conmovedor. Pasamos del estruendo futbolero de Evo al letargo de morgue de Arce.
Sin embargo, ocurrió lo indeseable: el nuevo mandatario reprodujo un odio encomiable contra los “neoliberales”, vilipendió a su propio jefe cocalero, postergó las reformas imprescindibles para el país y acabó siendo el blanco ideal de toda crítica.
El aburrido pasó, pues, con envidiable tesón, a idiota. ¿Lo digo en un sentido peyorativo? No, lo digo porque vivimos un proceso de fabuloso autosabotaje que repercutió únicamente contra su propio propulsor: Arce. ¿Qué quiero decir? Lo que expone el filósofo coreano-alemán Byung Chul Han: la política ya no necesita gestores, necesita actores.
Arce no gestionó nada que no sea su propio derrumbe y destacó en su faceta de actor. Un actor torpe, chojcho y cursi, pero actor al fin. Un estereotipador a ultranza, cercano a la ideología y alejado de la realidad. Un virtuoso aplicador de la teatral Martha Harnecker, una intelectual-zombie apegada a los manuales cubanos de “cómo hacer la revolución socialista en diez pasos”.
¿Qué supuso ese carácter? Una doble situación: cargó sobre su esmirriada espalda, por un lado, los problemas del mundo. Él fue el eje de los problemas ligados a las redes y a los medios. Detonaron sobre su imagen apoltronada los dardos virulentos del planeta-tierra. Ya no fueron sólo los embates gasíferos. Fue la gigantez de la cola para cargar gasolina, el susurro de las moscas, la cuadratura del círculo, la sexualidad de los gansos. Todo y nada.
La pequeñez de la diatriba, la noticia fácil, el chisme voluptuoso se adueñaron del presidente. Y es ahí donde surge la paradoja: esta inquina contra el economista por lo visible, lo tocable, lo ruidoso, invisibilizó, por otro lado, el drama del país: el narcotráfico campeando a su regalada gana, el contrabando haciendo su agosto, los mineros ilegales en jauja, los acopiadores de tierras acopiando más que nunca, el medio ambiente lamentándose como nunca con un Illimani descongelándose, un Lago Poopó secándose, un Tipnis narcotizándose.
Ese es el drama: el presidente se agazapó en la miniatura de lo evidente, pero se diluyó en la inmensidad de lo invisible. Lo juzgamos por sus nimiedades y desconocimos lo inconmensurable: posibilitó el auge de “burguesías” ilegales, el avasallamiento de lagos, ríos y selvas, el distanciamiento de nuestros vecinos latinoamericanos, el dionisiaco “aligeramiento de las arcas estatales”, la solidificación del odio interregional más grotesco y … ¡lo juzgamos por haber autorizado la posesión de recursos del Fondo Indígena en cuentas privadas!
Ahí está el idiota, aquel que dejó a Bolivia sumida en un laissez faire de mercado ilegal. Fue su más promisorio espectador: paralítico, sordo y ciego. Ante esa parálisis, sordera y ceguera prefirió robar.
Optó por su clan corrupto. Fue consecuente con su cuenta bancaria, su apetito sexual, su mimo filial, ¡jamás con Bolivia! Se limitó a no hacer nada. Ah, no, me equivoco: se limitó a hacer mucho, pero sólo para su propio beneficio.
Bolivia siempre puede esperar, Chonchocoro ya no.
Diego Ayo es cientista social.