Cuando decimos que algo desafía nuestra comprensión –una linda expresión–, es como si ese algo nos retara a un duelo intelectual del que saldremos victoriosos si encontramos una explicación satisfactoria. En realidad, es un juego con cartas marcadas porque lo que es satisfactorio depende de nuestras expectativas de comprensión.
Apliquemos esta cuestión a la elección de Donald Trump; caso muy apropiado, pues ya son centenas los artículos publicados con títulos como ¿Por qué ganó Donald Trump? o ¿Por qué perdió Kamala Harris?, etc., donde aparecen toda clase de porqués.
La explicación más obvia es que Trump ganó porque obtuvo más votos. La respuesta refleja los hechos, pero no nos basta si queremos tocar fondo. Sin embargo, incluso en ese nivel de simplificación hay un dato significativo: Trump ha obtenido casi la misma cantidad de votos en 2024 que en 2020. Ha ganado porque los demócratas han perdido más votos que él; es decir, se han dejado ganar.
Ampliando el argumento cuantitativo, una explicación dice que Trump ganó porque en los estados donde se decidió la elección obtuvo más votos entre los hombres blancos sin título universitario, aquellos que votan por razones religiosas, los jóvenes que se sienten acorralados por el avance de las mujeres y entre los que votan por el Partido Republicano porque sus abuelos lo han hecho; mientras que, al lado de Harris, aunque han votado por ella más mujeres con título universitario, más personas que creen en los principios de la democracia y más personas que votan por el Partido Demócrata porque sus abuelos lo han hecho, la suma de las diferencias favoreció a Trump.
Su estrategia electoral, añade esta explicación, ha sido superior porque él ha sabido hablarle al pueblo; mientras que Harris ha sido la elitista que ha tenido el apoyo de Beyoncé, a cuyos conciertos muchos no pueden ir porque son caros. Los condados (counties) que han votado por Trump suman solo el 40% del PIB de su país, según análisis de Brookings Institution. El partido de los trabajadores es ahora el Republicano, cuyo líder les habla a los pobres, pero gobernará para Wall Street.
Esta explicación por partes lleva a nuevas preguntas cuyas respuestas tienen más carne que la simple aritmética. El análisis de la preferencia de cada uno de esos grupos está siendo materia de mil elucubraciones. Por ejemplo, aunque el voto latino ha favorecido a Trump más que antes, no votan igual los hijos de cubanos y colombianos; y, entre los negros, no votan igual hombres y mujeres, etc. Así, podríamos seguir la lógica de dividir en partes cada vez menores para entenderlas mejor. Esta es una de las paradojas de la comprensión: cuanto más partes entendemos, menos comprendemos el todo. Comprender es integrar y esto se hace geométricamente más complejo con el número de partes.
En medio de todo esto, las noticias falsas han alimentado las percepciones y en este terreno, el equipo de Trump ha sido más hábil, o más mentiroso; como se quiera. Los bulos sobre inmigrantes haitianos comiendo gatos de los vecinos o que el Gobierno estaba financiando operaciones de cambio de sexo en las prisiones, etc. han tenido un impacto en el imaginario colectivo más influenciable; lo que suma, no sabemos cuánto, a la explicación.
Rescato dos análisis publicados. El primero se refiere a lo que es un mal de nuestros tiempos: el desencanto popular con el sistema.
“La victoria de Trump equivale a un voto de desconfianza en los líderes y las instituciones estadounidenses desde el final de la Guerra Fría hace 35 años” (McCarthy, NYT|06|11|24|). Es decir, el voto por Trump quiso sacar del poder a una clase dirigente fracasada y recrear instituciones bajo un nuevo conjunto de normas que sirvan mejor a los ciudadanos. Motivación similar tenían los que expulsaron a Goni y después a Mesa.
Otra lectura interesante la ofrece Carlos Lozada, quien en su artículo Dejemos de pretender que Trump no es lo que somos, (NYT|06|1124|) pone el dedo en una llaga dolorosa para aquellos ciudadanos horrorizados con que su país haya elegido a una persona tan despreciable como Trump, tan poco alineada con los valores democráticos en los que ellos creen. Pero Lozada les dice: “ese es tu país, chico, esos son los valores en los que cree la mayoría; no los tuyos”.
Su reflexión nos devuelve a nuestro país. ¿No deberíamos nosotros también dejar de pretender que el Evo no es lo que somos? Ya me imagino la cara de disgusto de muchos de mis lectores de verse con esa cara en el espejo. Pero ¿no es más absurdo creer que los vecinos de Calacoto o del Urubó representan mejor lo que somos?
Lozada no está proponiendo una identidad, sino una representación. No todos los estadounidenses son misóginos, corruptos y mentirosos, pero su perfil representa mejor a los ciudadanos de su país que el ideal en que creen los demócratas. Si bien el Evo no nos representa en un sentido sicológico, en él se han puesto de manifiesto aspectos de la bolivianidad que rechazamos, pero que son parte de ese complejo tejido de virtudes y defectos de nuestra naturaleza.
Trump, cuya misión, en una lectura optimista, es ser la destrucción creativa que dará paso a una nueva nación, ha pisoteado aquellos valores democráticos bajo el aplauso de sus seguidores, quienes todavía no saben el precio que van a pagar por haber creído en sus promesas; como el probable aumento en la inflación y la reducción en programas sociales, que lastimarán sobre todo a esos trabajadores.
El MAS, que debió también ser la destrucción creativa que necesita un país que arrastra exclusiones seculares, se quedó en la destrucción y ahora esperamos que aparezca quien construya. Si Manfred será el puente que abra el paso a esa nueva Bolivia, está por verse. De los demás, mientras no pasen de maldecir el presente y prometer el pasado, no esperemos gran cosa.
Volviendo al punto de partida, buscamos explicaciones para comprender, y comprender para aceptar; es decir, para reconciliarnos con un hecho que rompe el cuadro del mundo que queremos preservar. En última instancia, aceptar el mundo es estar en paz con él.
Sin embargo, la aceptación causa pasividad. Por eso son tan importantes las personas que tozudamente intentan lo inalcanzable; no porque vayan a lograrlo, sino porque una sociedad sana debe tener un cierto número de Amparos, quienes, mientras los demás aceptan y esperan, intentan ponerle el cascabel al gato de lo imposible.
De gatos hablaré más la próxima semana.