Hace unos días, Héctor Arce Zaconeta, embajador de
Bolivia ante la Organización de Estados Americanos (OEA), intentó justificar
la ausencia de la representación
boliviana en una reciente reunión clave del Consejo Permanente de esa entidad.
Durante ese encuentro se aprobó una resolución que instaba al Gobierno
venezolano a publicar las actas de las elecciones del pasado 28 de julio.
Con la elocuencia propia de un académico experimentado, Arce defendió el principio de no injerencia en los asuntos internos de otros Estados, un pilar fundamental del derecho internacional, para no participar en la mencionada sesión. Sin embargo, su argumento flaqueó al intentar descalificar la capacidad de la OEA para abordar el caso de Venezuela, un país que, según él, se desvinculó de la organización hace cinco años. Aquí, su postura apegada a la letra muerta de los artículos de la OEA dejó entrever una adhesión excesiva al positivismo jurídico.
Si bien podría tener sentido cuestionar la autoridad de la OEA si sus resoluciones fueran vinculantes, el verdadero problema surge cuando se ignoran los valores éticos y morales, especialmente en cuestiones de derechos humanos. La llamada “diplomacia de los pueblos por la vida” sugiere que, en casos de crisis humanitarias como la que vive Venezuela, por coherencia el silencio no debiera ser una opción.
Venezuela enfrenta una crisis humanitaria sin precedentes en la historia reciente de América Latina. Más de 7,7 millones de venezolanos han huido de la represión del régimen de Nicolás Maduro, desatando fuertes dificultades migratorias en la región. Las recientes protestas en Caracas y otras ciudades, que dejaron casi 30 muertos y más de 2.000 detenidos, muestran el verdadero rostro de un gobierno que no duda en utilizar la violencia para mantenerse en el poder. Incluso líderes de izquierda, como Gabriel Boric, han calificado a Maduro de dictador, mientras que otros, como Lula, recurren a términos más suaves como “autoritario”.
El gobierno de Maduro está bajo una creciente presión internacional. Esta semana vence el plazo para que las autoridades venezolanas publiquen las actas electorales, un requisito que la comunidad internacional sigue de cerca. Pero el Tribunal Supremo de Justicia, dominado por el chavismo, ha refrendado el resultado electoral sin ofrecer pruebas claras, una maniobra que ha sido rechazada por 11 países americanos debido a la falta de transparencia.
Europa sigue un camino similar. Aunque el Consejo de Ministros de la UE aún no se ha pronunciado oficialmente, Josep Borrell, alto representante para Asuntos Exteriores, ya ha adelantado que no reconocerán al gobierno de Maduro hasta que se verifiquen y publiquen las actas electorales.
En este contexto, la “diplomacia de los pueblos por la vida” de Bolivia parece más una estrategia de evasión que una postura firme en defensa de la democracia y los derechos humanos. Si bien es cierto que la no injerencia es un principio clave del derecho internacional, cuando se trata de crisis humanitarias de esta magnitud, los principios deben ir acompañados de una acción decidida.
La región enfrenta una encrucijada: permitir que el régimen de Maduro siga erosionando los derechos humanos o apostar por una política exterior que, en lugar de escudarse en el formalismo, se comprometa con los valores fundamentales de la democracia y la libertad. La historia juzgará cuál fue la verdadera apuesta de Bolivia en este delicado momento.
Javier Viscarra Valdivia es periodista, abogado y diplomático.
@brjula.digital.bo