El año 2005, con mi amigo Benjo Grossman, nos sentábamos en el café Blueberries de la plaza Abaroa. Muchas veces nos acompañaba Nacho Jiménez. Cariñosamente le decíamos al boliche “la oficina”. Yo me pedía un cortadito y él su té con jengibre, Nacho como buen colombiano su tintico. En esa época electoral nuestra conversación giraba en torno a las elecciones y, en particular, comentábamos los programas que proponían los candidatos.
En nuestras tertulias llegamos a la conclusión de que la gente estaba harta de la corrupción estatal, la mala administración de justicia, el desempleo, la mala atención en salud, de la exclusión, la falta de democracia.
Esos eran los temas que discutíamos y, al parecer, también lo hacían los otros habitúes de “la oficina”, a cuya mayoría no conocíamos. En todas las mesas, la situación se la simplificaba como las lacras del “modelo neoliberal” privatizador.
Percibíamos que la población, sobre todo la clase media, estaba “caliente” de los bloqueos de carreteras que impulsaba Evo Morales, lo que no les permitía viajar por trabajo o recreación. También se sentía cansancio de los conflictos sociales (marchas, manifestaciones, bloqueos de las mil esquinas, etcétera) que irrumpían, sobre todo en el centro de la ciudad de La Paz.
En algunos planteamientos coincidíamos con Benjo y Nacho. Pero donde sí disentíamos era en el cómo solucionar. Éramos buenos haciendo diagnósticos. ¡Hablar es muy fácil, decíamos!
A fines de ese año, concretamente el 18 de diciembre de 2005, Evo Morales, con el Movimiento al Socialismo (MAS), ganó las elecciones con el 54% de los votos. Esa elección –así lo creíamos con Benjo y Nacho– marcó un punto de inflexión en la política boliviana. Evo prometió abordar los temas que todos cuestionaban y también promover una mayor justicia social y económica en el país. Ganó porque era creíble, porque se abordaría los temas principales, con un nuevo enfoque. Pensábamos, con Benjo, que su gabinete y sus principales funcionarios provendrían de las ONG.
Coincidíamos que con Evo como Presidente se acabarían los bloqueos de carreteras y los conflictos sociales. Ya no habría guerras del agua o del gas, decíamos.
Para en enero de 2006, la popularidad de Evo Morales por su gira internacional. Se entrevistó con reyes, primeros ministros y presidentes, vistiendo su chompita guinda con rayas horizontales.
Luego vimos cómo Evo dividió al país al imponer su criterio en sentido de que los que no estaban con él eran sus enemigos. Comenzó a denigrar incluso a nuestros héroes históricos y nunca encaró la solución a los problemas de salud, educación y, sobre todo, en la justicia.
Con el paso del tiempo estos aspectos básicos para los bolivianos empeoraron. Evo se dedicó a la agenda política que le marcó el Foro de Sao Paolo y luego el Grupo de Puebla, con la que mayoría, por lo menos de la clase media, no coincide.
A la población, en su mayoría democrática, se les paró los pelos con el caso del hotel Las Américas y con el tratamiento que se dio a los indígenas en Chaparina. También se horrorizó con el asesinato no esclarecido del viceministro Rodolfo Illanes, en la localidad de Panduro. Ejemplos de este tipo hay muchos, cada lector seguro que tiene uno en mente. Añádalo a la lista.
El cambio prometido, y por el cual hubo consenso en el país, no se hizo. La salud, educación y justicia están ahora peor que antes de 2006, La democracia, aquella que le costó tanto al pueblo conquistarla, que se sustenta en la división de poderes y en la aplicación oportuna de la ley, comenzó a ser menospreciarla.
Evo también pensó que nos podía dar lactar todo el tiempo, indefinidamente. Se creyó el personaje imprescindible, que el país no podía funcionar sin él. No le importó un referendo que le dijo No a la reelección indefinida. Nunca entendió y no hace caso hasta ahora que cuando el pueblo dice no, es no.
Ahora que Benjo se nos adelantó, Nacho ya no vive en Bolivia y el Blueberries cerró, es difícil analizar el futuro.
Rodolfo Eróstegui T. es experto en temas laborales.