Es común entre los políticos la convicción de que las campañas electorales tienen un poder divino para transformar el comportamiento de los votantes. Es una creencia que los impulsa a ofrendar grandes sumas de dinero y a realizar innumerables sacrificios en busca del favor de los electores.
Sin embargo, en su clásica obra El pueblo elige, Lazarsfeld, Berelson y Gaudet revelan que el impacto de las campañas es mucho más limitado de lo que se predica en los altares políticos. Su investigación muestra que la mayoría de los votantes tienen una elección política firme antes de que empiece la campaña, y que el empeño de persuasión solo sirve para reforzar y consolidar sus creencias previas, como una plegaria que no busca cambiar la fe, sino fortalecerla.
Por campaña electoral se entiende el conjunto de actividades organizadas por los partidos políticos y los candidatos con el objetivo de atraer el apoyo de los electores. Las campañas incluyen estrategias de comunicación, como anuncios en los medios de comunicación (hoy incluiríamos las redes sociales), discursos, debates, reuniones públicas, distribución de materiales de propaganda, etcétera.
En el presente artículo, adaptando los importantes aportes de aquellos prestigiosos investigadores, trataremos de comprender el grado de influencia de las campañas políticas sobre determinados tipos de electores en los comicios de 2025 en Bolivia.
Electores leales o fijos. Se estima que entre el 60% y el 70% del electorado pertenece a esta categoría; es decir, tres meses antes de la elección este elevado porcentaje de votantes tienen su boleta mentalmente marcada, y rara vez cambian de opinión. De hecho, según el estudio de Ciesmori difundido por Unitel el mes de mayo, el 73,1% de los votantes había elegido su preferencia política. En julio, la cifra bajó levemente al 68,3%, pero el porcentaje ha permanecido dentro del margen internacional de fidelidad electoral.
En esta vasta multitud de votantes leales, las campañas electorales no iluminan caminos nuevos ni siembran dudas reveladoras; simplemente funcionan como sermones dominicales: repiten lo que los fieles ya creen, les recuerdan por qué siguen creyendo y les dan argumentos –por si acaso– para defender su fe política en la sobremesa. No se trata de convencer, sino de reafirmar con entusiasmo, lo que ya está grabado en piedra o en la boleta mental.
Estos electores tienen su corazón político comprometido antes de que empiece el cortejo electoral. Ni jingles pegajosos, ni debates acalorados, ni promesas de último minuto logran alterar su decisión: votan siempre por el partido o candidato que eligieron tres o cuatro meses antes, con la convicción de quien no necesita pruebas nuevas para reafirmar su fe. La campaña, en su caso, no busca convencerlos, sino simplemente recordarles por qué siguen creyendo. Esto sugiere que la mayoría del electorado no necesita campaña, solo una urna.
Electores indecisos o inseguros. Son los eternos “en veremos” de cada proceso electoral. No tienen una inclinación política clara y se pasean entre candidatos como quien compara menús sin decidir qué pedir. Su voto es tan volátil como el clima de la ciudad de La Paz, y la campaña electoral, en su caso, cumple la noble misión de ayudarles–con spots, discursos y promesas recicladas– a finalmente tomar partido, al menos por esta vez.
Eso sí, no hay que emocionarse demasiado: representan apenas entre el 15 y 20% del electorado, y en el contexto boliviano actual, ni eso. La primera encuesta de Ciesmori los ubicó en un modesto 10%, y la segunda apenas los infló a un 11,3%. Es decir, que toda la maquinaria electoral, con sus jingles, caravanas y promesas “irrenunciables”, está orientada principalmente a seducir a este pequeño pero valioso grupo que aún no sabe si bailar con la vieja política o con la menos conocida. A fin de cuentas, estos votantes son como los últimos solteros en una fiesta que está por terminar: todos quieren conquistarlos, pero ellos aún dudan si quedarse, irse o anular su voto.
Electores convertidos. Se trata de esa especie rara de votantes que en pleno bombardeo electoral tienen una revelación casi mística y deciden cambiar de camiseta política. No se trata de simples indecisos, sino de creyentes que tras escuchar un discurso particularmente inspirado o ver un spot con la música justa deciden abandonar su antiguo amor electoral por uno nuevo.
La campaña, en estos casos, logra su cometido: no solo informa, sino que transforma. Pero no nos engañemos, este milagro de la persuasión no ocurre todos los días ni con todos. Solo entre un 10% y un 15% del electorado llega a experimentar esta conversión política.
El resto, fiel a su elección o simplemente indiferente permanece inmune a toda estrategia de seducción. Evidentemente, su volatilidad también implica que pueden volver a cambiar de opinión antes de que termine el siguiente TikTok del candidato rival.
La campaña política tiene efectos limitados para convertir electores que previamente definieron su preferencia electoral. Esto puede advertirse comparando los resultados entre la primera y la segunda encuesta de Unitel. Así, el electorado convertido se movió, pero como hoja seca en una tarde sin viento.
Samuel Doria Medina pasó del 19,1% al 18,7%, una baja de 0,4%, que bien podría confundirse con un bostezo estadístico. Jorge Quiroga también descendió, aunque con elegancia milimétrica: del 18,4% al 18,1%, como quien baja un escalón sin despeinarse. La excepción fue Andrónico Rodríguez, que perdió 2,4 puntos –del 14,2% al 11,8%–, una caída algo más notoria, como quien resbala en la retórica y aterriza en la realidad.
La variación en las preferencias electorales observada hasta ahora ni siquiera alcanza para entrar en los promedios internacionales, que suelen oscilar entre un 10% y un 15%. Lo que tenemos aquí es un movimiento tan tenue, que ni al sismógrafo electoral le pareció digno de alarma.
De esta manera, las campañas electorales en Bolivia se asemejan más a una ceremonia litúrgica que a una verdadera estrategia de persuasión: todos los actores políticos se movilizan con fervor casi religioso, repiten letanías mediáticas y distribuyen estampitas propagandísticas, pero al final pocos fieles cambian de iglesia.
La mayoría de los votantes tiene su “fe” política definida mucho antes de la procesión electoral: los leales siguen creyendo, los indecisos siguen dudando y los convertidos son tan escasos como un político que cumple promesas.
Las campañas, entonces, más que convencer, sirven para reafirmar creencias, entretener a los indecisos y alimentar la ilusión de que algo puede cambiar.
Eduardo Leaño es sociólogo.