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La curva recta | 06/08/2023

Bolivia

Agustín Echalar
Agustín Echalar

El 6 de agosto es una fecha que nos cuestiona, ¿hay algo que festejar?, ¿podemos estar felices de ser bolivianos? Aclaremos que solo los ridículos se sienten orgullosos de su nacionalidad, eso porque a fin de cuentas no es mérito de nadie haber nacido donde nació, sea lugar, seno familiar u otra circunstancia. Pero uno puede ser muy feliz con su entorno (o muy desdichado).

Hay una antigua canción alemana que dice algo así como que todas las comarcas son bellas, pero que a uno la suya siempre le parecerá la mejor. Es como la madre, (casi) todas son buenas, pero la de uno es la mejor, pese a sus defectos y deficiencias.

Bolivia no es el más bello país del mundo ni el mejor para vivir y está pésimamente administrado, antes parecía un negocio de familia mal llevado, ahora parece ser un negocio de familia mal llevado que ha sido transferido a los trabajadores, quienes lo administran aún de peor manera.

Nos hacen perder las ganas de festejar la inexistencia de una justicia que merezca ese nombre, la tremenda pobreza producto ante todo de una geografía difícil, pero también de malas decisiones tomadas por sus clases dirigenciales y la brutal corrupción, cuya más violenta cara es el narcotráfico, que como hemos visto estos días, se campea. Además, los dos grupos antagónicos del gobierno, evistas y arcistas, están en franca (retro) competencia por quien tiene más estrechas relaciones con un narco internacional.

La independencia de Bolivia no fue muy heroica, a fin de cuentas las batallas que determinaron el fin de la monarquía española en nuestro país no tuvieron lugar por aquí sino a más de 1.000 kilómetros al norte del Desaguadero. Nuestra “independencia” fue el resultado de la independencia del Perú y esta de la injerencia de bonaerenses, bogotanos y caraqueños.

Pero no todo es tan oscuro, nuestra historia tiene episodios que nos pueden ayudar a empatizar con este sino: la creación de la república sí fue una propuesta local, y considerando las circunstancias del siglo XIX, seguro que fue la mejor opción, pero fue también un espacio donde por las buenas y por las malas se creó un espíritu nacional. Este espíritu nacional necesitó que una parte de la población, dentro de la que se contaba la élite, se despojara de su pertenencia nacional previa, que dejaran de ser españoles, y eso no fue poca cosa. No bastaba dejar de tener lealtad al rey, se tenía que rechazar orígenes y otro tipo de filiaciones para crear un país cuyo nombre ni siquiera inspiraba simpatía.

Construir un Estado como lo fue el boliviano, en medio de una geografía endemoniada, con unas dimensiones enormes y una población minúscula y con una pobreza tan grande que hacía que ese Estado prácticamente no tenía presencia a pocas leguas de las principales ciudades, hace sentir una cierta admiración por los constructores del mismo y simpatía por un proceso que está a punto de cumplir 200 años, más allá de las injusticias sociales que conllevaban estas estructuras en aquellos tiempos.

Hay una manera infalible para enamorarse o para mantener el amor por estas tierras y esta es recorrer sus tan diversos y maravillosos paisajes, vivir anocheceres en el Salar, mirando las montañas, o a orillas de un río tropical, pero a la vez tomando conciencia de los esfuerzos pequeños, y a la vez grandiosos de construir por ejemplo un camino hasta Coroico y Caranavi. Esa carretera yungueña, que ya tiene casi 100 años, solo puede inspirar admiración.

Bolivia tiene una historia que está por llegar a los 200 años, los últimos 17, como cualquier otro momento, ha tenido luces y sombras, uno de sus mayores defectos ha sido tratar de negar o distorsionar la historia a partir de un cálculo político mezquino y antidemocrático. Sin embargo, y a pesar de todo, este período no será otra cosa que un episodio más de nuestra historia, somos bolivianos, no plurinacionalianos, y en dos años, festejaremos el bicentenario.  



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