El pasado fin de semana estuve en la bella Machu Picchu y me tocaron barullos, bloqueos, tanto en la línea férrea como en el puente con el que se cruza el río para poder subir a las ruinas. Por suerte eso no ha impedido una placentera visita. Viajé a Machu Picchu en el último tren.
A otros no les fue tan bien. Algunos tuvieron que caminar casi tres horas y luego hacer un viaje de varias más para volver al Cusco. Algunos no pudieron llegar a Machu Picchu. Unos estaban muy frustrados otros también muy molestos.
Ya me tocó no poder llegar Machu Picchu, pero fue por desastres naturales. Contra eso no se puede hacer nada, y se tiene toda la comprensión.
Que este impedimento se deba a un bloqueo es indignante, porque eso no debería darse. Además, que sea un bloqueo protagonizado por personas que viven del turismo es inaceptable, más en uno de los destinos turísticos más extraordinarios del mundo, es inaudito.
La huelga se debe a que hay una empresa de buses que transporta a los turistas desde Machu Picchu pueblo hasta Machu Picchu ruinas, cuyo contrato feneció el 4 de septiembre y no fue renovado. Mientras, una nueva empresa ha sido asignada para cumplir con el servicio, por un plazo de cuatro meses, hasta que se haga una adjudicación más perenne. Un absurdo administrativo extremo.
La transición es difícil. La empresa saliente tiene infraestructura importante, con la que la entrante no cuenta. Además, hay que llevar los buses de la nueva empresa a ese enclave, que no tiene carretera, lo que implica que hay que hacerlo por tren.
Como se puede ver, se trata, como casi siempre, del vil metal, del negocio que significa transportar turistas a lo largo de los 10 kilómetros de la carretera Hiram Bingham. ¿De cuánto dinero estamos hablando? No son bicocas, si consideramos que son 1,5 millones los turistas que visitan el santuario cada año, y éstos pagan 24 dólares para subir y bajar. Estamos hablando de la friolera de 36 millones de dólares anuales por un servicio brindado por un grupo de 24 buses, que no cuestan con más de 100.000 dólares, cada uno.
En otras palabras, cada bus genera aproximadamente 1,5 millones de dólares al año. Cada bus hace un recorrido de 200 kilómetros al día, lo cual implica costos de mantenimiento y de operación, pero de seguro que éstos no llegan a sumar ni el 20% de lo cobrado.
Vale aclarar que tanto la empresa que está de salida, como la que está de entrada, son empresas muy suigéneris. La primera tiene más de 1.200 accionistas, casi todos pobladores de Machu Picchu pueblo. La segunda empresa representa los intereses de comunidades aledañas.
Algunos hablan de un monopolio, pero es difícil imaginarse en esas condiciones geográficas un sistema de libre competencia que no desemboque en un caos absoluto. Es obviamente comprensible que quienes no tienen una tajada de la torta quieran acceder a ella. Es también lógico que quienes tienen el negocio no lo quieran soltar.
¿Cómo solucionar este conflicto? Tal vez los hermanos peruanos podrían recurrir a un sistema inspirado en la “capitalización boliviana de Goni”, pero al revés.
Que una empresa se dedique a cumplir con ese importante servicio pero que “nacionalice” la mitad de sí misma, para que las ganancias vayan, digamos, a “los cusqueños” o a “los pobladores de Machu Picchu”.
Hay temas que vale la pena recalcar en este entuerto. Machu Picchu es el destino más importante no solo del Perú, sino del área andina. La gente viene a esta parte del mundo para visitar esas bellas ruinas y sus alrededores que llegan al Lago Titicaca e inclusive a La Paz (aprovecho para aclarar que nadie cruza el charco por la maravillosa comida peruana, ese es solo un plus).
Por el otro lado, en el pueblo de Machu Picchu, que ha surgido gracias al turismo y que ahora tiene precios exorbitantes en cuanto a alquileres, no es que la vida sea muy fácil para todos. Seguro que hay trabajo para todos y hay negocio para muchos, pero no exento de grandes limitaciones.
Hay que ver las difíciles condiciones de vida de quienes dan servicios. La acomodación de esos trabajadores es extremadamente precaria y eso pone en evidencia que en el turismo no todo lo que brilla es oro.
No por lo dicho anteriormente se debe, sin embargo, soslayar que precisamente en el Perú, más allá de la superior importancia de la minería y la agro industria, el turismo juega un rol preminente. Ese millón y medio de turistas extranjeros que visitan el país dejan buena cantidad de dinero, porque muchos se quedan una semana entera o dos y hasta tres en el país visitando lo demás. Los bolivianos también nos beneficiamos de ese imán que es Machu Picchu.
Ahora bien, lo que ha sucedido esta semana es muy grave porque unos cuantos miles de personas no han podido llegar a ver el lugar por el que cruzaron el Atlántico o el Pacífico y gastaron, tal vez, un promedio de 4.000 dólares para disfrutar de una vacación en el lugar que les motivó hacer el viaje, que posiblemente era un sueño desde la niñez que les fue negado.
El daño económico causado por los bloqueos en Machu Picchu es enorme porque implica un daño a la imagen y la credibilidad, que solo se amortigua por lo extraordinaria belleza de la famosa “Llaqta” (aclaremos que el título de Séptima Maravilla del mundo es banal, no es por eso que se visita Machu Picchu).
Es obviamente increíble, inaceptable y totalmente ilógico que quienes han causado este daño sean quienes viven del turismo. Los bloqueos son el peor enemigo de esta actividad. La región peruana del lago lo ha vivido en carne propia hace un par de años, y Bolivia lo ha sufrido gracias al inefable Evo Morales, que se autoproclamó campeón de bloqueos y que ha sacado al país del circuito de turismo sin peripecias.
De nada sirven carreteras asfaltadas si éstas son bloqueadas. Bolivia no tiene un Machu Picchu para disminuir ese negativo impacto, ni siquiera el fascinante Salar de Uyuni lo es.
Agustín Echalar es operador de turismo.