En una plataforma de Tik Tok, no hace mucho, alguien de cuyo nombre no quiero acordarme, nos ha honrado con una reveladora explicación sobre el impacto de los votos blancos y nulos. Con claridad envidiable esclareció que el porcentaje de apoyo de los partidos disminuye si el cálculo se efectúa sobre el universo total de votos emitidos (votos válidos, blancos y nulos), pero mágicamente aumenta si el cálculo se restringe a los votos válidos (aquellos que optaron por algún partido o candidato).
Es verdaderamente asombroso cómo la aritmética elemental puede desvelar verdades tan insondables. La profundidad de esta observación podría sacudir los cimientos de la ciencia política o al menos los de la tabla de multiplicar. Quizá, en su próximo Tik Tok, nos deslumbre con la noticia de que el hielo, en efecto, es frío.
Esta columna no tiene ínfulas de revelación ni pretende descifrar los enigmas del universo electoral; se conforma, con toda humildad, con hacer algunas precisiones menores sobre esos votos a los que muchos le prestan demasiada, aunque innecesaria atención: los nulos y los blancos.
Irrelevancia funcional de los votos nulos y blancos. En lo que respecta a su funcionalidad y efectos en la asignación de escaños, los votos blancos y nulos son una anomalía conceptual y una disfunción práctica. Aunque hacen acto de presencia en la urna carecen de la capacidad necesaria para influir en la distribución de representación. Son como espectadores en una obra donde nunca fueron convocados al reparto.
El voto nulo, por definición, es el voto que no toma partido, ni siquiera por accidente. Sea fruto de un error, de la confusión o de una protesta cuidadosamente redactada en la papeleta, este voto no expresa ninguna preferencia concreta. No le susurra al sistema electoral “quiero que este partido me represente”, simplemente guarda silencio. En términos prácticos, el voto nulo es como una carta sin destinatario: fue depositado, sí, pero no llegará a ningún lugar donde se repartan escaños.
El voto blanco es la forma más educada de decir “ninguno, gracias”. Es una manifestación explícita de no elegir entre las opciones disponibles, ya sea por desencanto, escepticismo o simple desgano político. Aunque puede expresar una postura crítica, no delega poder a nadie, ni construye representación alguna. No existe, por ahora, un “partido del voto blanco” que reclame escaños en su nombre. Y es que el sistema electoral fue creado para contar decisiones, no para interpretar silencios. Pretender que un voto blanco tenga efecto en la distribución de escaños sería como premiar la abstención con un asiento en el Congreso.
Votos nulos y blancos, y la distorsión del sistema. Un sistema electoral, en su mejor versión, debería comportarse como un traductor fiel de las preferencias válidas del electorado. Incluir votos nulos y blancos en el reparto de escaños es como pedirle al traductor que improvise con silencios o con garabatos. Después de todo, estos sistemas están diseñados para fabricar representantes, no para premiar la ambigüedad. Incorporar votos que no expresan voluntad de representación es como intentar llenar un curul con una declaración de ausencia. Porque, seamos claros: los escaños no pueden ser ocupados por la “nulidad” ni por el “blanco”. Su función es dar voz a quienes, con toda intención, eligieron ser representados y no simplemente dejaron la hoja en blanco esperando que el sistema electoral adivine.
Aunque un aluvión de votos nulos o blancos sea una forma bastante clara (y ruidosa) de que la ciudadanía exprese su fastidio, pretender que esos votos jueguen un papel en la asignación de escaños es como tratar de pasar un mensaje por señales de humo en medio de un huracán electoral. Ese grito de descontento debería ser captado por los políticos como una sirena de alarma para reajustar sus discursos o acercarse un poco más a la gente. Pero ojo, esa es una tarea política y cualitativa, no un cálculo frío para llenar curules. En definitiva, la protesta se escucha mejor en las calles que en la fórmula matemática del reparto legislativo.
Los votos nulos y blancos, aunque forman parte del recuento total, son como los invitados que llegan a una fiesta, pero se niegan a bailar: se diferencian fundamentalmente del voto válido porque carecen de un propósito claro y representativo. El voto válido, en cambio, es esa orden precisa y sin ambigüedades que el elector da al sistema, señalando con dedo firme a su partido o candidato favorito. Es como un GPS electoral que indica exactamente a quién se debe entregar una porción del poder. Mientras tanto, los votos nulos y blancos observan desde la esquina, sin mover ficha ni cambiar el tablero legislativo.
El voto nulo es, en esencia, la versión electoral del “prefiero no opinar”; pretender incluirlo en la distribución de escaños sería como confundir el silencio con una declaración apasionada y, de paso, restar valor a quienes sí se tomaron la molestia de elegir. Por su parte, el voto blanco no es más que un elegante gesto de indiferencia: otorgarle representación equivaldría a premiar la indecisión con un asiento en el parlamento, una idea que, si se piensa bien, va justo en contra de la lógica misma de la representación democrática.
Intrascendencia de los votos nulos y blancos. En ningún sistema electoral del mundo los votos blancos y nulos hacen funcionar engranaje alguno; son más bien como adornos protocolares en la gran máquina del sufragio. Solo los votos válidos lubrican el mecanismo que realmente impulsa el poder. En Bolivia, la elección presidencial exige una precisión casi de relojería: la mayoría –absoluta, especial con distancia o simple en una segunda vuelta– es la única pieza que activa la palanca de acceso al mando. Todo lo demás, por más ruido que haga, simplemente no entra en el esquema técnico del sistema.
La edificación de los órganos legislativos en nuestro país –Cámara de Senadores y Cámara de Diputados– se sustenta con los votos válidos en cifras absolutas. El diseño para asignar los cuatro senadores por departamento sigue la estructura de la fórmula D’Hondt (divisores naturales), aplicado directamente sobre la cantidad total de votos válidos de cada partido.
Por su parte, la distribución de diputados en cada departamento se erige en tres niveles: primero, los uninominales se adjudican por mayoría simple, tomando como cimiento las cifras absolutas de votos válidos en cada circunscripción. Segundo, sobre esa base, se construye la asignación de los plurinominales utilizando nuevamente la fórmula D’Hondt, pero restando los uninominales que haya obtenido cada organización política. Finalmente, los escaños indígenas se designan en una circunscripción especial en cada departamento, empleando también la mayoría simple y sustentándose exclusivamente en cifras absolutas. Así, las cifras absolutas de votos válidos son los que, al final del escrutinio, deciden quién ocupará un cargo político, despojando al drama de los votos nulos y blancos de su artificiosa trascendencia.
A manera de conclusión cabe resaltar que los votos nulos y blancos, aunque a menudo reciben demasiada atención, son en realidad espectadores sin influencia directa en la asignación de escaños. La verdadera base del sistema electoral son los votos válidos, que determinan el rumbo político, mientras que la importancia atribuida a los nulos y blancos es una distracción más que una contribución real al proceso democrático.
Eduardo Leaño es sociólogo.