En este 8 de marzo conmemoramos más de un siglo de conquistas femeninas, tejidas en una red de sincronías ancestrales, hermanadas más allá de fronteras o diferencias. Resuenan las voces de las brujas silenciadas en la hoguera, de mártires por la libertad como Hipatia o Juana de Arco, o de las mineras bolivianas que forjaron la democracia y nuestro presente. Su legado es la conquista del derecho a existir plenamente, a ocupar el mundo público con nuestra presencia, voces y fuerza. Gracias a ellas, hoy las mujeres, heroínas y anónimas, hemos dejado de ser sombras en los márgenes de la historia para convertirnos en artífices de nuestros destinos, esculpiendo un mundo donde la igualdad y la justicia dejen de ser una utopía.
Fueron mujeres que resquebrajaron los mandatos patriarcales judeocristianos, aquellos que heredamos con la invasión colonial. Yugos de pecado, culpa y castigo, como el dolor del parto, sentenciado por Dios a Eva, la tentadora que osó probar el fruto prohibido y nos expulsó del Edén. O la maldición de Lilith, la primera mujer de Adán, que se alzó contra la sumisión en la intimidad y fue desterrada al reino de las oscuridades y del infierno. Pero también cargamos la sentencia de la joven Virgen María, quien vivió bajo la sombra de haber dado a luz a un hijo de José anciano, huyendo de la lapidación, como susurran los evangelios apócrifos. Y no olvidemos a la Magdalena, compañera del Mesías, cuya imagen fue convertida en la prostituta arrepentida.
Una mitología arquetípica impuesta que se desmoronó cuando las mujeres alzaron la mirada más allá de su inconmensurable grandeza maternal y se supieron sabias, tejedoras de vida desde el instante en que engendraban, amamantaban o leían las pulsaciones de sus wawas, sabiendo si estaban bien o mal. Sabias que, desde esa memoria ancestral, recuperaron a sus diosas, esas divinidades primigenias que crearon las aguas y los cielos, y que dieron origen a la vida humana, a la agricultura y al cuidado de la existencia. Desde la diosa sumeria Ishtar hasta las deidades precolombinas del mundo andino como Pachamama, diosa de la tierra y la fertilidad, venerada por su papel en la agricultura y la protección de la naturaleza, esposa de Pachacámac, dios del cielo y las nubes.
Cada 8 de marzo invocamos la presencia de diosas diversas, cuyas memorias fueron tejidas en el alma de la tierra, memorias que la colonia intentó extirpar con la imposición de la religiosidad católica. Pero, como semillas enterradas en la profundidad del tiempo, estas diosas subsisten subterráneamente en la memoria larga. Mamá Quilla, diosa de la luna, protectora de las mujeres, tejiendo su luz en el ciclo menstrual y la fertilidad. Mamá Qucha, diosa del mar y la pesca, guardiana de pescadores y marineros, arrullando secretos ancestrales. Mamá Sara, diosa de la flora y la fauna, derramando su energía y fecundidad sobre campos y bosques, cuyo aliento vital recorre cada ser vivo. Debemos recuperarlas, honrarlas y celebrarlas.
Porque, a pesar de los avances en el reconocimiento del papel de las mujeres en la sociedad, figuras como Bartolina Sisa, cuyo coraje encendió la llama de la resistencia; Juana Azurduy, que cabalgó la libertad con espada y valentía; Vicenta Juaristi Eguino, que alzó su voz por la justicia; o Adela Zamudio, precursora del feminismo en el país, nos recuerdan que la lucha continúa. Son faros para avanzar hacia la igualdad y el reconocimiento de los derechos femeninos, batallas que se libran cada día.
Y es que cada 8 de marzo se reivindica la libertad, el poder femenino que engendra, renueva y hermana; el poder que interpela y que, desde la sombra del patriarcado, han intentado una y otra vez sumir en la opresión, reeditando la quema de brujas por osar pensar. Hoy ya no es la quema de brujas; es el feminicidio, son las violaciones, tanto grupales como aquellas que ocurren dentro del hogar, porque la libertad sigue siendo una amenaza.
Hoy las mujeres desplegamos nuestras sabidurías en la ciencia, la economía, la salud y cada campo del conocimiento, con organizaciones feministas que tejen redes de resistencia, incidiendo en políticas que recojan las necesidades y anhelos de las mujeres, aprovechando cada oportunidad, como las elecciones, para sembrar liderazgos femeninos.
Cada derecho conquistado no es una dádiva de caudillo efímero ni de seguidoras genuflexas; es el clamor histórico de mujeres que abren brechas sorteando acoso, menosprecio y disparidades salariales.
Cada derecho conquistado es una batalla cotidiana, ganada con la tenacidad y creatividad de miles de mujeres que dinamizan la economía boliviana: productoras rurales, caseritas de mercados, emprendedoras que, según el Ministerio de Desarrollo Productivo, son el motor de la economía, empresarias que representan el 33 % del sector o emprendedoras unipersonales que superan el 84 % del registro, testimonio de su independencia y aporte a la economía del país.
Paradójicamente, siguen siendo las más vulnerables ante la violencia machista, que se resiste a verlas desplegar sus alas de libertad y autodeterminación, y que arremete con su andamiaje de crueldad extrema, ensañándose contra niñas y adolescentes. Violadores que acechan en el hogar: padres, hermanos, abuelos, tíos, padrastros, compadres. Feminicidas que acentúan su perversidad con muertes infames ante un sistema judicial que culpabiliza a las víctimas, exime a feminicidas y violadores seriales, y donde las sentencias se compran y venden. Un sistema que, tras treinta años de retoques para cumplir recomendaciones internacionales, sigue demostrando su inoperancia ante los altos índices de feminicidio y vulneración de derechos contra la niñez y las mujeres... una vergüenza que cargamos como Estado.
Por ello, cada derecho humano conquistado, cada logro, es una proeza forjada en la fragua de la resistencia, un faro que ilumina el camino y guía para seguir tejiendo un presente y un futuro donde el reconocimiento, la igualdad y la justicia florezcan en cada rincón de la existencia. Por todo eso… ¡celebremos!
Patricia Flores Palacios es magíster en ciencias sociales y feminista queer.