Brújula Digital|10|06|21|
Cada época tuvo su símbolo. La hoz y el martillo acompañó los años de la revolución rusa y el largo período imperial de la Unión Soviética sobre la mayoría de las pequeñas naciones de la Europa del este. La esvástica fue el oprobioso emblema del fascismo y su frustrado intento por controlar el mundo. En uno y otro caso, la figura del dictador aparece nítida de trasfondo: Stalin en uno de los extremos y Hitler en el otro, ambos con su herencia de intolerancia, persecución y muerte. Stalin dejó una URSS con armas, pero con hambre y Hitler una Alemania destruida. La muerte del primero fue llorada por sus acólitos y celebrada por los deudos de millones de víctimas; la del segundo, una suerte de entierro anticipado en lo más profundo de un bunker deshabitado y, según dicen, maloliente.
Al concluir la Segunda Guerra Mundial en 1945, de la mano de un Stalin victorioso, el comunismo sobrevivió al fascismo y el mundo quedó dividido entre los vencedores del conflicto, que a su vez reflejaban dos visiones antagónicas y defendían sistemas políticos distintos. De un lado la democracia con todas sus imperfecciones y del otro un autoritarismo secante, que no admitía la crítica, ni el disenso y restringía todas las libertades. De un lado el mercado con sus desequilibrios y excedentes para el bienestar, del otro una economía centralmente planificada que inhibió la creatividad y sacrificó a generaciones bajo la ilusión de un progreso que no llegó nunca. La polarización se transformó en amenaza y durante casi medio siglo el mundo estuvo a muy poco de una tercera guerra, nuclear y devastadora.
América Latina también vivió la guerra fría y la víctima principal fue la propia democracia. La disputa de los dos bloques se reflejó en años de inestabilidad, militarismo, dictadura, guerrilla y terrorismo en la mayor parte de los países de la región. En unos países más que en otros el voto fue el gran ausente y las facciones peleaban el derecho a prevalecer por caminos inesperados y con cómplices diferentes. Fue un largo período en el que Estados Unidos estuvo detrás de la mayoría de los golpes de Estado y la URSS detrás de asonadas de militares populistas y de grupos foquistas que quisieron exportar la revolución que sacudió a Cuba a fines de la década de los cincuenta del siglo pasado.
Sin duda, Cuba fue el apéndice de la Unión Soviética en América Latina, y Fidel
Castro, un guerrillero romántico y barbudo que paulatinamente transformó a su
país en un gulag tropical y, a sí mismo, en una versión criolla del Stalin de mediados
de siglo, con todo y los vicios de culto
a la personalidad y poderes absolutos que le permitieron gobernar hasta el día
de su muerte, casi seis décadas después de haber derrocado a Fulgencio Batista.
Durante años Cuba y la imagen de sus rebeldes sedujeron a la intelectualidad
latinoamericana, que observaba con entusiasmo la posibilidad de una tercera
vía, equidistante de los bloques que inquietaban desde los extremos
ideológicos. Pero muy pronto la
ilusión se esfumó y quienes en principio se mantuvieron próximos a la
revolución caribeña comenzaron a marcar distancias irreversibles tras constatar
que el régimen cubano era una réplica maltrecha del soviético y que, como
Stalin, Castro también ordenaba el asesinato, la cárcel o el exilio de sus
detractores.
El paulatino debilitamiento de la Unión Soviética, agobiada por problemas internos y cada vez más alejada del “paraíso prometido”, el agotamiento de un modelo que no se tradujo en bienestar para nadie, a excepción de la dirigencia política y el surgimiento de una conciencia cada vez más crítica tanto dentro de las fronteras, como en la órbita política externa, condujo a una forzada apertura primero y después a la simbólica caída del Muro de Berlín a fines de los años ochenta, que desde 1961 había partido al mundo en dos mitades ideológicas.
El acelerado derrumbe de los referentes históricos, el descubrimiento de la dolorosa realidad que se escondía detrás de las cortinas de la propaganda, dejó a la izquierda internacional en un serio conflicto existencial y huérfana de los referentes que hasta entonces habían insinuado el camino. Años de socialismo en la URSS y la Europa del Este no habían conseguido superar la pobreza, sino que la habían profundizado y la ilusión de la igualdad había quedado como una frase desgastada y archivada en manifiestos polvorientos.
Aislada y miserable, las debilidades de Cuba quedaron también al descubierto y
ni siquiera los supuestos avances en salud y educación, lograron disimular la
catastrófica situación económica que hundía a la isla en medio del Caribe. El
modelo había fracasado rotundamente y no había manera de demostrar lo contrario,
ni de seguir escondiendo lo ya sabido. Adicionalmente, la reconquista de la
democracia en la mayoría de los países de Latinoamérica dejó al régimen de los
Castro como una agotada dictadura, ajena por completo al curso de la historia.
Lo que pasó después en el mundo ha sido motivo de múltiples análisis e interpretaciones, pero si algo había quedado claro es que parecía remota la posibilidad de un regreso al pasado o de una renovada credulidad en aquello que las evidencias de la historia habían mostrado como una costosa impostura. El socialismo al estilo soviético naufragaba y la URSS se diluía en varios estados que comenzaban a andar su propio camino.
La democracia se había establecido como el mejor sistema y el capitalismo como el modelo casi único en el mundo. Cuba y Corea del Norte aparecían como los museos en los que todavía podía reconocerse las señas de identidad de un historia dolorosa y frustrante en irreversible desaparición.
Pero, a veces, los muertos gozan de buena salud y ya sea porque los otros no hicieron bien la tarea, porque los Estados Unidos se enfrascaron en peligrosos conflictos que desataron fanatismos religiosos, porque la globalización encendió los nacionalismos, porque la pobreza continuó figurando en la agenda pendiente, porque la corrupción fue el santo y seña de la política durante muchos años, porque en el altar del desarrollo se consumieron las velas del medio ambiente o porque los empresarios ignoraron su responsabilidad con la comunidad, el desorden volvió a apoderarse del planeta y en la región latinoamericana los fantasmas abandonaron los armarios.
Nuevas tensiones globales, guerras comerciales, terrorismo, conflictos históricos irresueltos, el surgimiento aquí y allá de movimientos políticos que volvieron a enarbolar las banderas de un socialismo que se pensaba en extinción, configuraron un nuevo mapa de temperatura inestable.
En América Latina, una región siempre con más preguntas que respuestas, la opción propia volvió a cobrar fuerza. Ya fuera de los esquemas globales de polarización y confrontación entre bloques ideológicos, en la región comenzó a soplar un viento político nostálgico y se produjo la rápida transición de los fríos liderazgos administradores de la reforma del Estado y los cambios estructurales, al de los caudillos justicieros que volvían a levantar la espada integradora de Bolívar, la boina rebelde del Che Guevara y la Wiphala de los pueblos indígenas, para sacar cara por los pobres y discriminados.
El venezolano Hugo Chávez puso la inspiración, el discurso y la plata, y la llamada revolución antiimperialista bolivariana fue el beso del príncipe para un adormecido populismo de izquierda latinoamericano que no había descubierto hasta entonces la fórmula que le permitiera avanzar nuevamente en la recuperación de los espacios de poder. Y a partir de ese momento comenzó el peregrinar de la región por el calvario de múltiples estaciones, que una vez más, como había ocurrido en gran parte del siglo pasado, solo condujo a la ruina económica y a una peligrosa fragilidad democrática.
Los nombres de Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Néstor y Cristina Kirshner, Evo Morales, Daniel Ortega y Andrés Manuel López Obrador, no están relacionados con el despegue económico y la superación de la pobreza, la institucionalidad democrática, el respeto a los derechos humanos y a las libertades, la tolerancia, ni el cambio, sino con exactamente todo lo contrario: mayor pobreza, desinstitucionalización, violación de los derechos humanos, atentado contra las libertades, corrupción, intolerancia, autoritarismo y estancamiento.
Y, sin embargo, a pesar de todas estas evidencias, ahí está Pedro Castillo en Perú y a la vuelta de los días, con caos previo incorporado, Gustavo Petro en Colombia y otros más que pueden aparecer en el futuro, porque lo que importa no son los nombres, sino la construcción de una narrativa capaz de seguir seduciendo a las “mayorías”, un espejismo, una ilusión, que anide en la conciencia de una ciudadanía agobiada por problemas y limitaciones que efectivamente no fueron resueltos.
El Grupo de Puebla es hoy la fábrica de hechiceros, pero también de mitos que ha “latinoamericanizado” y ordenado el debate en torno a los temas que son parte de su propuesta. Allí se crean los símbolos, se construyen los héroes, se inventa a los enemigos, se acorrala al adversario en los límites de un discurso conservador e “insensible” y se ajusta la estrategia de la toma del poder a las particularidades de cada país.
Alguna gente se pregunta: ¿cómo es posible que en Perú haya ganado Castillo, que en Colombia un ex guerrillero del M19 esté a punto de llegar la poder, que en Chile una tercera vía barra con lo que queda de la Concertación y la derecha tradicional, que en Nicaragua las elecciones se realicen con los opositores encarcelados, que Cuba continúe influyendo desde su agonía, que en Bolivia haya vuelto el MAS solo un año después de haber sido derrocado por una insurrección ciudadana? De la respuesta inteligente – no visceral – que se dé a estas preguntas quizá puedan surgir las respuestas que permitan romper nuevamente el ciclo.
*Periodista