Queda muy poco para llegar al día de las elecciones y, por lo que se ve, arrecia la guerra sucia desde algunos cuarteles políticos, sobre todo de los que quieren aprovechar el último tramo para cosechar unos cuantos votos a costa del desprestigio de los otros.
El juego sucio lamentablemente es normal en los procesos electorales, aquí y en otras partes del mundo. Escarbar en la vida privada de la gente, identificar hechos que podrían suscitar escándalos, es una de las prácticas que no por habituales dejan de ser deplorables.
La cuestión es que, muchas veces, quienes atacan evidencian los prejuicios en los que están atrapados. Los proyectos de extrema derecha, por ejemplo, se refieren al “socialismo” o la “social democracia” como si fuera una suerte de peste.
No se distingue, claro, que una cosa es el socialismo del siglo XXI, que está detrás de proyectos políticos autoritarios, como el del MAS o los de Venezuela y Nicaragua, con lo que ocurrió en España, por ejemplo, donde el Partido Socialista Obrero Español de Felipe Gonzales transformó y modernizó España después de la oscura dictadura del franquismo, o de la participación del partido socialista chileno en la concertación política que le dio gobernabilidad y futuro a Chile después de Pinochet.
Hay algo de desinformación en todo esto, de falta de una cultura más amplia y menos expuesta al lugar común del prejuicio.
En ese afán de denostar al adversario, los partidos o alianzas que lanzan este tipo de denuncias u otras en contra de la diversidad sexual y la equidad de género, por ejemplo, solo reflejan una visión que no coincide con la evolución de la humanidad hacia la configuración de sociedades de derechos y respeto.
Y esto es muy peligroso, porque la reivindicación de los prejuicios como postulados de un proyecto, del odio, de la revancha, del miedo, de la discriminación, podrían llevar a reemplazar un régimen autoritario de una línea por otro ubicado en el extremo opuesto.
Construir un país en el siglo XXI pensando que todo tiempo pasado fue mejor o que tenían razón los que pregonaban la “mano dura” para “educar”, “reprimir”, “satanizar” o “perseguir” sería un retroceso amargo y absolutamente indeseable para el país.
Hay que cambiar, si, corregir, dar un nuevo rumbo, ajustar, mejorar, pero nadie se puede dar el lujo de retroceder.
200 años no pasaron en vano. Seguro en tiempos de las luchas independentistas había los retrógradas nostálgicos de la colonia, como los hubo cuando la Revolución Nacional abolió el pongueaje un 2 de agosto de 1953 o cuando la discriminación fue, por fin, penalizada en el país.
El Bicentenario es la conmemoración de los cambios ocurridos a lo largo de dos siglos. Por suerte Bolivia no es el país de hace 70 años o más y debe dejar de ser el del fraude, la corrupción, la manipulación judicial y el del mal manejo de la economía que marcaron los últimos años. Pero volver atrás, eso no puede ocurrir.
Hernán Terrazas es periodista.