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Políticamente in-correcto | 07/03/2025

¿Unidad o renovación?

Franklin Pareja
Franklin Pareja

Según algunos estudios de opinión pública, se replica un patrón: más del 50% de los encuestados en edad de votar quiere un candidato nuevo, es decir, renovación. Dada la cercanía de las elecciones generales y un escenario político oficialista y opositor irresuelto, resuena desde distintas voces influyentes del mundo político e intelectual la necesidad imperativa de buscar la unidad por sobre la renovación.

Casi con angustia, el llamado a la unidad se hace cada día más recurrente y, en algunos casos, con la advertencia de que una posible reedición del MAS en el poder supondría el fin de los últimos vestigios democráticos.

Con las instituciones anuladas, las arcas vacías, una crisis económica y energética in crescendo, y una indisimulable corrupción, se podría decir que el país está al borde del colapso y cuasi secuestrado. No es exageración: ahora mismo somos un Estado insolvente y carente de mínimos estándares de institucionalidad. Para empeorar las cosas, desde una instancia espuria pero todopoderosa (el TCP), la vida económica, administrativa, política y ahora también electoral está tutelada.

En ese contexto, el clamor se hace súplica: “únanse”. Tiene sentido desde un razonamiento aritmético; la unidad pareciera ser la fórmula adecuada. Al escuchar casi diariamente a importantes personalidades del medio, tengo la impresión de que hasta están fetichizando la unidad. La mayor parte de los argumentos, indudablemente consistentes, vaticinan el apocalipsis.

No cabe duda de que, en este contexto, por segunda vez desde el retorno a la democracia (1982), el coro de voces desde el campo opositor pareciera apuntar a la necesidad de unirse como un mecanismo de recuperación de la democracia y la restauración de la institucionalidad.

No obstante, a pesar de que todos parecieran entender que una acción pragmática (unirse) es más urgente que una construcción programática, da la sensación de que, día que pasa, la ansiada unidad se diluye. Y es que, a pesar de ver que los precandidatos, en su mayoría, son prospectos que fácilmente llevan vida activa en la política hace treinta años, en realidad siempre fueron rivales; de renovación no tienen nada. Dan la lucha cada cual a su manera, pero pedirles que se unan es casi una utopía.

A la luz de los acontecimientos, el objetivo del campo opositor, desde una perspectiva ciudadana, es que los precandidatos se unan, inclusive si esto supone bajar las expectativas de una corriente renovadora; es decir, una mezcla de pragmatismo y temor. Unidad y renovación parecen incompatibles, por lo menos para estas elecciones. Una corriente de opinión de importante densidad carga la tinta en procurar, desde distintos flancos, incidir en la unidad, sin reparar en que el drama estructural estriba en la ausencia de renovación. La oferta política se ha congelado hace treinta años, pero la preocupación está enfocada en: “¿por qué no se unen?”. Quizás la pregunta necesaria sería: “¿por qué no hay renovación?”.

La renovación es el resultado de una serie de tareas que históricamente en nuestro país no se han dado. La cultura caudillista y, por ende, poco democrática de nuestro sistema político casi siempre ha antepuesto el culto a la personalidad, el amiguismo, el compadrerío, la rosquita, la cúpula y muchos artilugios que, en esencia, denotan una cultura muy autoritaria y poco democrática, tendiente a preservar intereses corporativos, regionales o personales. ¿Cómo se espera obtener conductas democráticas si la matriz, transversalmente (izquierdas, centro y derechas), siempre fue autoritaria? Preservar el status quo fue más importante que trabajar con un mínimo sentido de patriotismo.

La circulación del poder en los partidos políticos nunca estuvo en manos de la militancia; de hecho, antes de cualquier congreso, las decisiones ya estaban tomadas. Los militantes solo levantaban las manos, y pobre de aquel que osara ser un librepensante. Empero, ahora ni partidos políticos existen. Eso agrava más la situación: no solo no circula el poder, sino que las canteras naturales de cuadros políticos están extintas, y no es que en el pasado hubo muchas canteras.

Hace años vengo repitiendo por activa y por pasiva que Bolivia cuenta con un sistema político, pero no cuenta con un sistema de partidos políticos. Una democracia saludable requiere indefectiblemente un sistema de partidos políticos para establecer equilibrios de poder. En la denostada democracia pactada (1985-2005), los partidos políticos se daban a la tarea de construir acuerdos; de una forma u otra, todos sabían que por libre eran inviables.

Por tanto, la pedagogía política del diálogo, sea buena o mala, era un mecanismo necesario. Con el MAS en el poder hace veinte años, los pactos o acuerdos se extinguieron, y los partidos políticos también. Hace dos décadas vivimos en un monopartidismo secante de fuste sindical y con conductas altamente autoritarias. La democracia se lesionó profundamente al extinguirse los partidos políticos. La nueva fuerza (MAS) se dio a la tarea de desmantelar el sistema de partidos, y parecía que a nadie le importaba. Quizás la efervescencia del momento era tal que casi nadie reparó en el peligro que eso conllevaría.

¿Y por qué es tan importante la reposición del sistema de partidos políticos? Primero, para dar claridad ideológica al campo de la competencia política, sobre todo ante el fracaso de las agrupaciones ciudadanas; segundo, porque es más efectivo para desconcentrar el poder; tercero, porque restituye en alguna medida la cultura del diálogo, los pactos y acuerdos; cuarto, porque de alguna forma impide que toda la estructura de la burocracia estatal funcione como un artefacto maligno y persecutor; y quinto, porque se oxigena y regenera internamente, permitiendo de forma más eficiente la renovación (sin pretensiones utópicas, por supuesto).

Naturalmente, existen más razones; sin embargo, el punto medular radica en que la inexistencia de un sistema de partidos políticos y el monopolio de una sola fuerza, en realidad, nos hace más cercanos a un sistema político como en Cuba, Corea del Norte o China.

El monopartidismo, que es lo mismo que la ausencia de partidos, es el camino expedito para el totalitarismo. De ahí en más, los derechos y libertades se hicieron añicos, y el marco constitucional fue nada más que un incómodo mamotreto. El entorno descrito, desde una mirada política, sociológica y cultural, hace que la ansiada renovación sea casi análoga a una quimera, considerando que la tierra infértil está minada de explosivos antidemocráticos.

Franklin Pareja es cientista político.



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