Nunca, ningún gobierno en la historia de nuestro país luchó genuinamente contra la corrupción o hizo el mínimo intento de reformar el sistema judicial (mucho show y falso afán sí hubo). Si en esta oportunidad, la cruzada de lucha contra la corrupción y la reforma del sistema judicial al menos comienza, sería la primera vez, en 200 años, que algo tan extraordinario estaría por suceder y –créanme– no estoy exagerando ni un ápice.
Para entender la magnitud del desafío que enfrenta el nuevo gobierno, es necesario comprender que la corrupción en Bolivia no es simplemente un conjunto de actos delictivos aislados cometidos por funcionarios venales; es un fenómeno sistémico, estructural, que ha capturado instituciones enteras y se ha enquistado en la cultura política y administrativa del país.
El daño y perjuicio proferido por la corrupción en contra de toda la población es gigantesco. Un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) de 2019 estima que la corrupción representa hasta el 6,3% del PIB boliviano, lo que bordearía los $us 3.000 millones anuales. Pero el costo real es mucho más grande, de hecho, es incalculable.
Cada dólar desviado por corrupción representa escuelas no construidas, medicamentos no adquiridos, programas sociales no implementados, niños que no reciben educación de calidad, enfermos que no acceden a tratamientos, familias que permanecen en la pobreza.
El impacto social de la corrupción es devastador. El desvío de recursos públicos destinados a servicios esenciales como salud, educación e infraestructura perpetúa ciclos de pobreza y desigualdad al privar a la población de derechos fundamentales. Los sectores más vulnerables son quienes más sufren. Mientras las élites políticas y económicas se enriquecen mediante sobornos y malversación de fondos; las comunidades rurales carecen de agua potable, las escuelas públicas no tienen materiales educativos y los hospitales funcionan sin insumos básicos.
La historia boliviana demuestra un patrón repetitivo que explica el fracaso sistemático de las promesas anticorrupción. Durante las campañas electorales, los candidatos llegan al poder con un discurso anticorrupción muy fuerte porque la ciudadanía está enojada con las élites corruptas; sin embargo, con el tiempo, terminan siendo la versión recargada de lo que supuestamente prometieron combatir.
La experiencia internacional demuestra que combatir exitosamente la corrupción sistémica requiere un enfoque integral que combine reformas jurídicas, transformación administrativa, fortalecimiento institucional, participación ciudadana y cambio cultural. No existe una solución única ni rápida, mucho menos mágica, ni, aunque invoquemos a todos los “achachilas”.
Los países que han logrado reducir significativamente la corrupción, como Chile, Uruguay y Costa Rica en América Latina, o Georgia y Singapur a nivel global, lo han hecho mediante esfuerzos sostenidos de largo plazo, construyendo instituciones realmente independientes, implementando sistemas de transparencia y rendición de cuentas, garantizando protección a denunciantes, digitalizando procesos para eliminar discrecionalidad y generando costos políticos reales para la corrupción.
Para Bolivia, el camino es particularmente estrecho. El país enfrenta simultáneamente una crisis económica devastadora, una deuda pública insostenible, presiones sociales inmensas, fragmentación política y débil institucionalidad. El margen para el error es inexistente.
Si el nuevo gobierno prioriza la estabilización económica mediante medidas de ajuste impopulares (como la reducir los subsidios) sin generar simultáneamente resultados visibles en la lucha anticorrupción podría perder rápidamente el apoyo ciudadano (legitimidad) y enfrentar encarnizadas protestas sociales.
Por otro lado, si se enfoca exclusivamente en perseguir casos de corrupción del gobierno anterior sin implementar reformas estructurales que blinden al sistema contra futuras prácticas corruptas, solo logrará una "justicia selectiva", que alimentará la percepción de instrumentalización política sin resolver el problema de fondo.
La clave está en una estrategia secuencial y equilibrada. En el corto plazo, el gobierno podría generar señales creíbles de voluntad anticorrupción mediante casos emblemáticos de recuperación de activos, transparentación inmediata de procesos de contratación pública e inicio de auditorías en áreas de alto riesgo. Simultáneamente, debería considerar lanzar un proceso participativo para diseñar reformas estructurales (particularmente la reforma judicial) con amplia participación de expertos, sociedad civil y organismos internacionales.
En el mediano plazo, la prioridad debe ser aprobar e implementar un paquete legislativo integral que incluya protección a denunciantes, transparencia fiscal, fortalecimiento de organismos de control con autonomía real y mecanismos de participación ciudadana efectiva.
La reforma judicial es indispensable. Sin un sistema de justicia independiente, imparcial y efectivo, ninguna política anticorrupción puede funcionar. Desde siempre se supo lo qué se debe hacer, hoy existe más tecnología y metodologías muy efectivas; no obstante, las cosas siempre fallaron porque no hubo el recurso más importante: voluntad política.
Franklin Pareja es cientista político.
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