Recientemente el presidente Rodrigo Paz anunció, conjuntamente con el ministro de economía, José Gabriel Espinoza, cuatro medidas que, en criterio de muchos entendidos en la materia (economistas), resultan ser nimias, dado que no alcanzan a las grandes mayorías (así dicen).
Sin embargo, en un Estado extorsivo diseñado para hacerte la vida imposible (peor aún si tienes la osadía de querer ser emprendedor, y ni qué decir si tienes la audacia de aspirar a ser empresario) las cosas no se ven del todo mal.
Algunos sectores entendieron que el trasfondo es estimulante y transversal. De hecho, resulta miope suponer que estas medidas solo favorecen a los empresarios; en realidad incentivan el emprendedurismo, palabra proscrita por quienes creen que la prosperidad es mala “per se”, y que la pobreza y miseria es equivalente a la virtud revolucionaria. ¡Qué impostores!
Todo esto me hizo recuerdo a una charla que tuve hace unos años con un buen amigo que era ejecutivo en una de las empresas mineras más grandes de Bolivia. Me contó (y con pruebas) cómo sus estándares de calidad estaban al nivel de las compañías más grandes y prestigiosas del mundo.
Entre deliciosos y aromáticos cafés, me dijo algo que ya escuché alguna vez: “No necesitamos que nos ayuden en nada, ellos saben que cumplimos con todo (Estado), con solo dejar de hostigarnos crearíamos el doble de empleo y hasta duplicaríamos nuestras inversiones”. Vale decir, un literal “win-win”. Pero, ¿qué creen? Si, adivinaron: tiraron la toalla y se fueron. Se fueron porque nunca se les brindó el más mínimo estándar de seguridad jurídica y de respeto a la propiedad privada.
La ausencia de seguridad jurídica en Bolivia no es casual, sino una construcción sistemática. Durante los largos años del gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS), asistimos a la demolición controlada del Estado de derecho.
Lo que se instauró fue un régimen de anomia selectiva, donde la ley no era un imperativo universal, sino una herramienta flexible, utilizada para premiar lealtades y castigar disidencias.
El síntoma más lacerante de esta patología institucional ha sido, sin duda, el fenómeno de los avasallamientos. En el oriente boliviano, pero también en los valles y el altiplano. La propiedad privada dejó de ser un derecho garantizado para convertirse en una concesión precaria.
Bajo la mirada complaciente (y a menudo cómplice) de las autoridades del gobierno saliente, grupos irregulares, escudados bajo banderas de reivindicación social mal entendida, perpetraron tomas violentas de predios productivos. No hablamos de tierras ociosas, sino de unidades productivas en pleno funcionamiento, ingenios, instalaciones agroindustriales y predios ganaderos que fueron ocupados por la fuerza.
Lo más dramático de este cuadro no fue el acto delictivo en sí, sino la inacción del Estado. La Policía, maniatada, por órdenes políticas, se convirtió en espectadora de piedra mientras se vulneraban derechos fundamentales. Fiscales y jueces, cooptados por el poder político miraron hacia otro lado, consolidando un mensaje devastador para la sociedad: en Bolivia la seguridad jurídica es para el que empuña la mano izquierda, el resto, que se…
En lugar de fomentar la creación de riqueza, el sistema incentivó descaradamente la apropiación de la riqueza ajena a través de la inoculación del miedo y terror.
El trauma sigue vigente, el agricultor teme sembrar porque no sabe si cosechará; el empresario teme ampliar su fábrica porque no sabe si mañana será suya. Y el miedo, si, el miedo, es el peor enemigo del desarrollo.Es desalentador, pero con solo cruzar la frontera se constata otra realidad. Mientras nuestros vecinos, como Chile, Uruguay o incluso Paraguay, logran captar volúmenes significativos de Inversión Extranjera Directa (IED); Bolivia está estancada.
En 2024, apenas captó el 0,1% del total de la IED que llegó a América Latina y el Caribe. Y no es que al mundo le falte dinero, es que a Bolivia le sobra inseguridad, al punto de que aquí no invierte ni Dios.
La falta de seguridad jurídica no solo ahuyenta el capital internacional; es peor, aniquila al emprendedor local.
Para entender la magnitud del desafío que enfrenta el nuevo gobierno, es útil mirar a través de otras experiencias.En Venezuela y Nicaragua, la expropiación se convirtió en política de Estado. Bajo la retórica de la "soberanía" y la "justicia social" se desmanteló el aparato productivo privado. ¿El resultado? No hubo una redistribución de la riqueza, sino una socialización de la miseria.
La inseguridad jurídica allí es total; un juez puede dictaminar la confiscación de una empresa con una orden telefónica del régimen totalitario. Esto no solo destruyó la economía, sino que provocó el éxodo masivo de su capital humano. Cuando la ley no protege, la única salida es la huida.
En el otro extremo del espectro observamos a naciones como Singapur, Suiza o Nueva Zelanda (ya estoy escuchando los chillidos patéticos por utilizar estos ejemplo). Singapur, un pequeño islote sin recursos naturales, se transformó en una potencia económica global basándose casi exclusivamente en un activo, si, ese mismo: la confianza. Allí, un contrato es sagrado. La disputa entre un ciudadano común y el Estado se resuelve en tribunales independientes, donde el gobierno puede perder.
Por tanto, las medidas iniciales del gobierno son interesantes, pero lo primero es lo primero: no habrá seguridad jurídica mientras la justicia sea un apéndice del poder político.
La reforma judicial no puede ser cosmética. Es hora de elevar el debate. La seguridad jurídica no es una demanda corporativa de los "ricos"; es, en esencia, un derecho humano. Es la garantía de que el fruto de nuestro esfuerzo no será arrebatado por el capricho de un burócrata o la violencia de una turba.
Bolivia ha vivido demasiado tiempo en la zozobra. La "institucionalidad" puede sonar a una palabra abstracta y fría, pero es la diferencia entre un país donde los jóvenes sueñan con irse y uno donde sueñan con construir.
Franklin Pareja es cientista político.