El uso de la simbología indígena por parte del MAS no operó como un vehículo de democratización real del poder indígena, sino como un dispositivo perverso de legitimación hegemónica, sostenido en prácticas clientelares, prebendales y extractivistas que, paradójicamete, reprodujeron la exclusión de los propios indígenas de los núcleos efectivos de decisión estatal.
La wiphala, el discurso del Estado Plurinacional y la narrativa del “primer presidente indígena” funcionaron como fachada de un proyecto en el que una nueva élite, en gran medida mestiza y de izquierda radical, concentró el poder (desplazando al genuino movimiento indígena), los recursos y beneficios materiales, mientras utilizaba la lealtad de las organizaciones indígenas a través de favores, cooptación y subordinación orgánica al Estado, una suerte de neocolonialismo encubierto.
Ese momento (2006) de exultancia tuvo un rasgo superlativo: la legitimidad. Indudablemente, el suceso tuvo una profunda vena emocional, la cuestión ideológica y política era secundaria, el “momentum”se asemejaba más a una situación antropocéntrica.
Era como si una suerte de Abya Yala anclado en nuestro ajayu estaba resurgiendo de las entrañas mismas del pensamiento y sentimiento popular, reprimido por centurias y cargado de penurias. Una liberación en “stricto sensu”, al menos así procuraban vender los impostores de la narrativa emancipadora del siglo XXI.
Pareció un tiempo de reencuentro (y de esperanza, porque no), como si hubiésemos logrado dotarnos a nosotros mismos de un presidente, pero que a su vez encarnaba la fisonomía boliviana, una especie de racismo exacerbado entendido como revalorización, donde lo mestizo o blanco no cabían por ser considerados foráneos, distantes de los estándares de nuevo cuño.
Aunque esta gran impostura solo valía para el relato, al final los tomadores de decisiones eran precisamente aquellos que en teoría decían combatir, un total contrasentido. Pero para echar condimento al momento y reforzar la idea emancipadora, la narrativa simulaba tiempos en los que parecía que el sable colonial aún blandía en nuestro espinazo; por tanto, el imperativo estaba claro, había que descolonizarnos, o sea, liberarnos, y todo lo que no encajaba en la nueva iconografía, era descartable.
La instrumentalización de lo simbólico quedó claro cuando las apelaciones a la wiphala se utilizaron como recurso de confrontación política, para descalificar disidencias internas o externas como enemigas del proceso de cambio y la revolución democrática y cultural.
Incluso, cuando esas voces provenían de liderazgos indígenas que criticaban el rumbo extractivista y centralista de su mismo gobierno. Así, el indigenismo estatal devino en un relato oficial que fusionó pueblo, indígena y MAS, desdibujando deliberadamente la diversidad política real de las naciones y pueblos originarios.
En lugar de fortalecer una ciudadanía indígena crítica se consolidó un patrón de dependencia material mediante el acceso a programas, proyectos y cargos a cambio de lealtad orgánica y férrea disciplina política, también conocida como “pongueaje político”, en alusión a las nuevas formas de servidumbre.
Para tal efecto se precisaba de una fuente abundante en recursos, liberada de requisitos técnicos y carente totalmente de control, un cofre abierto capaz de comprar hasta el alma de los nuevos súbditos: el Fondo Indígena.
Programas de inversión pública y fondos especiales, como los orientados al desarrollo rural o indígena, fueron gestionados con casi absoluta discrecionalidad, reproduciendo lógicas de recompensa y castigo, según afinidades partidarias, y dejando amplios espacios para la corrupción y el manejo patrimonialista de los recursos públicos.
Este entramado prebendal, vació de contenido la promesa de participación autónoma porque convirtió la relación con el Estado en una negociación incesante de favores, subvenciones y obras, administrada desde una élite burocrática estrechamente ligada al liderazgo presidencial.Contrario al imaginario de un gobierno indígena, el poder estatal siguió concentrado en el monopolio partidario, apoyado por tecnócratas y operadores políticos formados en lógicas estatistas y prácticas sobre todo muy corruptas.
La presencia indígena en ministerios, empresas públicas y órganos estratégicos fue más bien limitada y, cuando existió, estuvo subordinada a líneas decididas por los equipos no indígenas o por los dirigentes sindicales funcionales al gobierno.
La noción de un neoindigenismo extractivista alude a un gobierno impostor que adoptó un lenguaje indigenista de reconocimiento y emprendimiento comunitario, pero al servicio de la integración subordinada de los pueblos indígenas al mercado capitalista y a un proyecto nacional popular controlado desde arriba.
Bajo esa lógica, la identidad indígena se convirtió en un recurso político y moral para blindar un decadente liderazgo frente a las críticas, mientras mantuvieron intactas las lógicas coloniales de mando vertical y el monopolio estatal sobre la definición del patrón de desarrollo.
Este simulacro emancipatorio permitió que durante dos décadas una élite político partidaria acumulara poder y riqueza con total impunidad, escudándose en la narrativa de haberle devuelto la dignidad a los pueblos indígenas cada vez que se les señalaban prácticas de corrupción y abuso.
El resultado fue una profunda despolitización porque desactivó la capacidad contestataria de las organizaciones indígenas y campesinas mediante su subordinación orgánica al Estado y al partido, al tiempo que se reforzó un campo de poder dominado por una nueva élite poderosa de políticos supuestamente de izquierda”, cuya praxis real reprodujo rasgos conservadores y coloniales.
Ese uso hipócrita de la representación indígena generó un doble efecto. Por un lado, produjo una inédita visibilidad simbólica de los pueblos históricamente marginados, Por otro, deterioró la confianza en la política como vehículo de transformación, al evidenciar que la promesa de un gobierno de los de abajo resultó ser una gran estafa y nueva forma de dominación bajo ropajes identitarios.
El desencanto se expresó en la fragmentación de las organizaciones, el resurgimiento de las corrientes indianistas críticas, y una revisión amarga de la experiencia plurinacional como oportunidad traicionada. En síntesis, dos décadas de una gran impostura.
Franklin Pareja es cientista político.