Después de los acontecimientos de octubre-noviembre del año
pasado y la elección de los nuevos vocales del Tribunal Supremo Electoral (TSE),
escribí muy optimista que después de muchos años íbamos a elegir al candidato que
más nos satisfacía pues se daba la posibilidad de no votar “contra” otro
candidato. Esto, bajo el entendido de que habría un equilibrio electoral entre
las diversas fuerzas políticas, lo que permitiría recuperar la capacidad de
concertación, base de la democracia política.
Mi optimismo duró hasta enero, cuando la ambición de poder y los intereses de corto plazo convencieron a la Presidenta de lanzar su postulación a la Presidencia –rompiendo su oferta de consolidar la pacificación del país y garantizar un transparente proceso electoral–, aparecieron una serie de voces convocando a la anulación de las elecciones (casualmente, muchas de ellas de personas que no fueron incluidas en las diversas listas de candidatos) y comenzó una campaña de ataque a los nuevos vocales del TSE.
Eso abrió el camino a reeditar una elección polarizada, agravada, entre otros, por tres factores a mi parecer decisivos: la crisis política de lo que se puede llamar la derecha boliviana; el populismo como forma de concebir la acción política que penetra en la sociedad y no respeta ideología alguna, pero se hace más visible en las corrientes radicales, y los intereses particulares que, sin ser necesariamente ilegítimos, obstruyen caminos de confluencia.
Mi hipótesis es que hay tres corrientes ideológicas que se reparten el voto ciudadano. Una, la de izquierda, en la que hay muchas tendencias que el MAS, el más radical, ha logrado reunir a su alrededor; la segunda, el centro político, esta vez está liderado por Comunidad Ciudadana, y, la tercera, la derecha que no ha podido organizar un frente común dispersándose en varias agrupaciones y candidaturas, encabezadas también por su ala más radical. Su habilidad, en esta campaña electoral, ha sido mostrar esa crisis como si fuera de la sociedad boliviana.
Es en ese escenario que el “populismo” infecta el espectro político e impide reponer en la sociedad el valor de la confrontación democrática. Más bien induce, como estilo de proselitismo, a incrementar la violencia en contra de los adversarios y la visión de que el Estado sólo es un botín a asaltar, a través del cual se buscará eliminar al disidente, bajo la idea de que la acción política es un instrumento para llegar al poder a cualquier costo y, una vez instalados en la administración estatal, hacer prevalecer el arbitrio del caudillo.
En cuanto a los intereses personales, estos se han desatado con furor, convirtiéndose en un obstáculo para la conformación de alianzas de largo plazo.
La aparición de la pandemia del coronavirus agravó la situación, sirviendo para todo y a todos, menos para reflexionar sobre cómo combatirla racional y con equidad, aunando esfuerzos y criterios. Los conflictos emergentes de la acción sanitaria en todos los niveles del Estado son la constante, apareciendo microcosmos en todo el país que permiten observar los mejores y los más perversos comportamientos del ser humano.
Esos factores han conducido a que nuevamente en esta elección las opciones no sean entre las propuestas electorales de los contendientes, sino, nuevamente, entre democracia y autoritarismo de nuevo y viejo cuño.
No creo que esté demás advertir que escribo esta columna antes del 18 de octubre, por lo que me eximo de dar referencias concretas.
Termino reiterando que, pese a lo señalado, la existencia de un Tribunal Supremo Electoral (TSE) conformado por personalidades idóneas que demuestran --en medio de los ataques y agresiones que sufren desde diversos flancos del abanico político-- su vocación de servicio ciñendo su actuación a lo que disponen la Constitución y las leyes, me hace recuperar el optimismo porque sé que mi voto, como el de toda la ciudadanía, se verá reflejado en los resultados finales.
Por eso iré a votar con confianza y con la esperanza de que, una vez más, optemos por la democracia.
Juan Cristóbal Soruco es periodista.