Hace una semana, Bolivia y Chile firmaron tres acuerdos internacionales, destacando uno particularmente delicado sobre migración. Su contenido, sin embargo, se maneja con un sospechoso hermetismo que despierta interrogantes en ambos lados de la frontera. Incluso el periodismo chileno especula sobre las concesiones que llevaron a Bolivia a modificar su política migratoria, aceptando la recepción de migrantes “reconducidos” (deportados), principalmente venezolanos, desde territorio chileno hacia Bolivia.
El contexto de esta decisión es inquietante. Desde el inicio de la crisis venezolana, alrededor de 700.000 venezolanos han llegado a Chile, saturando sus capacidades económicas y sociales. La situación se agravó cuando el presidente Gabriel Boric criticó públicamente a Nicolás Maduro, provocando un resquebrajamiento en las relaciones diplomáticas entre ambos países. Desde entonces, los migrantes venezolanos en Chile carecen de asistencia consular, quedando al margen de soluciones claras.
Ante este panorama, la presión sobre Chile para manejar su crisis migratoria se trasladó hábilmente hacia Bolivia. El canciller chileno, Alberto van Klaveren, fue explícito al afirmar que su país tiene una capacidad “muy reducida” para seguir recibiendo migrantes. Así, en el marco de una “agenda positiva” promovida por Chile, Bolivia accedió a negociar términos que hasta hace poco rechazaba categóricamente: antes rechazaba “recibir de retorno” a migrantes venezolanos que habían pasado a ese país, pero ahora lo hará.
El diseño y desarrollo de las negociaciones reflejan la improvisación y la falta de liderazgo en la Cancillería boliviana. En lugar de encabezar las tratativas, su titular brilló por su ausencia, dejando el protagonismo al ministro de Gobierno, Eduardo Del Castillo, quien actuó casi como un canciller de facto. En contraste, del lado chileno participaron autoridades de alto nivel, como la ministra del Interior y Seguridad Pública, Carolina Tohá, y el propio canciller Van Klaveren, en un claro despliegue de seriedad diplomática.
Entre los convenios firmados destaca el acuerdo migratorio que permite a Chile “reconducir” migrantes irregulares a territorio boliviano. Según informes del diario El Mercurio, este cambio de postura boliviana estaría condicionado al apoyo chileno para garantizar el abastecimiento de carburantes desde el puerto de Arica, una necesidad crítica para Bolivia. Estas negociaciones se habrían llevado a cabo en un marco de extremo hermetismo, sin participación del Congreso ni de otros actores clave.
Otro de los puntos críticos de la agenda es el ducto Sica Sica-Arica, cuya operación binacional se rige por acuerdos históricos que datan de los años 50. Este ducto es vital para transportar petróleo y derivados desde el puerto de Arica hacia Bolivia, asegurando el abastecimiento energético en regiones estratégicas. Aunque en 2022 se renovó la concesión por 20 años, fuentes chilenas sugieren que Bolivia busca ahora ampliar la capacidad del ducto y modernizar sus condiciones técnicas, incluyendo sistemas de seguridad y mejoras de propulsión hidráulicas.
Preocupa, además, que Chile podría estar dispuesto a “mirar hacia otro lado” si Bolivia recurre a embarcaciones de bandera de países como Gabón o las Islas Marshall para sortear restricciones internacionales. Esto podría implicar la importación de petróleo ruso, bajo sanciones por la guerra en Ucrania, en un evidente riesgo de aislamiento diplomático para Bolivia.
¿Por qué Bolivia aceptó estos términos? ¿Qué compensaciones ofreció Chile? Y, sobre todo, ¿está Bolivia preparada para asumir las implicaciones económicas, sociales y políticas de estos acuerdos?
La falta de transparencia es alarmante. Mientras en Chile los acuerdos fueron presentados como “inéditos” e “históricos”, en Bolivia las autoridades se limitan a un silencio que solo agrava las sospechas. La ausencia de un debate público y el manejo discrecional de las negociaciones son inadmisibles en un contexto democrático.
La situación recuerda, con preocupante similitud, el manejo del caso Silala, donde Bolivia cedió terreno en un litigio estratégico sin obtener ventajas claras. Este patrón de falta de preparación y visión en la diplomacia boliviana parece consolidarse, dejando al país en una posición desfavorable frente a sus vecinos.
Si algo queda claro, es que Bolivia ha cedido en temas estratégicos sin obtener contrapartidas tangibles. El país parece destinado a desempeñar un rol subordinado en su relación con Chile, asumiendo costos que no se justifican desde el interés nacional.
El Congreso y los medios bolivianos tienen la responsabilidad de investigar y exigir cuentas. Porque, a este ritmo, el país no solo seguirá perdiendo en la arena internacional, sino que también continuará hipotecando su soberanía y sus recursos estratégicos.
Javier Viscarra es periodista, abogado y diplomático.