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Mirada pública | 28/06/2025

La diplomacia del aislamiento

Javier Viscarra
Javier Viscarra

En julio de 2023, en Teherán, los ministros de Defensa de Bolivia e Irán firmaron un acuerdo cuya opacidad ha provocado diversas reacciones en Sudamérica y más allá. Un memorándum de entendimiento en materia de defensa y seguridad entre dos países con trayectorias, prioridades e imaginarios geopolíticos tan disímiles difícilmente podía pasar desapercibido. Aún menos si uno de ellos, Irán, es objeto de múltiples sanciones internacionales, y el otro, Bolivia, se encuentra sumido en una creciente marginalidad diplomática, incluso dentro de su propio vecindario.

El convenio, de contenidos parciales, pero con implicaciones sugerentes —drones, equipamiento especializado, y posibles transferencias de tecnología dual— fue recibido con visible inquietud en Argentina, que exigió explicaciones formales; y en Chile, donde analistas de seguridad como John Griffiths advirtieron sobre sus alcances estratégicos. Washington también tomó nota. El Institute for the Study of War observó con alarma la expansión del modelo iraní de proyección tecnológica en América Latina.

Desde una lectura de realpolitik, este tipo de acercamientos podría interpretarse como un intento de “equilibrar” la asimetría estructural que sufre Bolivia frente a los poderes regionales. Pero el problema no es la voluntad de diversificar vínculos, sino el contexto, los modos y la absoluta incoherencia de la actual arquitectura diplomática del gobierno del MAS.

Lo que Bolivia ha construido en los últimos años es una política exterior errática, inorgánica, cargada de símbolos ideológicos e incapaz de sostener relaciones estables, incluso con sus vecinos. El MAS de Evo Morales y Luis Arce Catacora ha convertido la diplomacia, no en un instrumento de inserción internacional, sino en un dispositivo de propaganda interna, abandonando el pragmatismo, la previsión y la institucionalidad.

El caso argentino es ilustrativo. En Aguas Blancas, ciudad fronteriza con Bermejo, y otras zonas sensibles, se ha intensificado la tensión bilateral. El Plan Güemes, primero, y ahora el gigantesco operativo “Julio Argentino Roca” —que implica el despliegue de 10.000 efectivos militares con radares, drones y vigilancia del espacio aéreo— tienen como objetivo explícito contener amenazas que Buenos Aires considera concretas, como el narcotráfico procedente de Bolivia y el eventual riesgo de infiltraciones terroristas.

No se trata solo de percepciones. El propio gobierno boliviano ha admitido su incapacidad para controlar la región del Chapare, donde el 90 % de la hoja de coca tiene destino ilícito. En los hechos, se trata de una tierra de nadie, sin control militar ni policial, pero sí con milicias afines a Evo Morales, que incluso han emitido amenazas directas al poder constituido.

Chile, por su parte, sigue lejano a reanudar una agenda concreta con Bolivia, tras varios gestos contradictorios. Pese a ciertos acercamientos, las relaciones se deterioran por la ausencia de confianza estratégica. Santiago también ha reforzado su frontera con sensores, tropas y tecnología de punta, ante una migración descontrolada y un narcotráfico creciente que ya no se disimula con discursos antiimperialistas. En ese cuadro, cualquier vínculo con Irán —y peor aún, sin transparencia ni contrapesos institucionales— solo puede deteriorar aún más la imagen regional de Bolivia.

El acuerdo con Irán, además, revive memorias trágicas. En Argentina aún resuenan los ecos del atentado a la AMIA (1994), y las comunidades judías han expresado su preocupación. ¿Cómo se explica que Bolivia firme acuerdos de seguridad con un Estado que arrastra ese tipo de antecedentes, sin haber generado ni siquiera una discusión pública interna? Las respuestas del gobierno, centradas en una supuesta lucha contra el contrabando, no resisten el más mínimo análisis de política exterior seria.

La llamada “diplomacia de los pueblos” ha devenido, en los hechos, en una diplomacia del aislamiento. Bolivia ha roto relaciones con Israel; enfría cada vez más su vínculo con Estados Unidos; mantiene virtualmente congelado su proceso de adhesión al Mercosur; y arrastra una vinculación débil y errática con la Comunidad Andina, a pesar de su relevancia estratégica. En el plano bilateral, incluso Brasil ha dado señales de distancia, y con Perú seguimos sin embajadores, en una relación marcada por la desconfianza mutua. Bolivia se ha convertido en un actor que incomoda, que no articula ni influye, que se refugia en alianzas anacrónicas mientras el mundo se reconfigura.

Desde una mirada teórica, el país parece haber desestimado por completo las condiciones del “mundo multiplex” que plantea Amitav Acharya, como un sistema internacional sin hegemonías claras, con múltiples centros de poder, donde la flexibilidad, la capacidad de adaptación y la inserción inteligente son más importantes que las viejas lealtades ideológicas. Bolivia, sin embargo, sigue atrapada en la lógica binaria de la Guerra Fría, mientras la multipolaridad exige diplomacia sofisticada, y no consignas ni nostalgias revolucionarias.

Reconstruir la política exterior será uno de los desafíos más complejos del próximo gobierno. Implicará restaurar la institucionalidad de la Cancillería, profesionalizar el servicio exterior, recomponer los canales de diálogo con actores estratégicos y establecer prioridades guiadas por el pragmatismo. Bolivia debe repensar su lugar en América del Sur, no desde la retórica de la confrontación, sino desde su ubicación geográfica, su riqueza en recursos naturales, su potencial logístico y su responsabilidad como Estado. En suma, una inserción internacional con dignidad no se impone ni se declama, se construye.

Javier Viscarra es diplomático y periodista.



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