“¿Quién sino Evo?” pregunta un viejo grafiti en la sinuosa avenida
Mario Mercado, que conecta La Paz con El Alto, escrito para las malhadadas
elecciones de octubre de 2019.
La pregunta refleja el marco mental en el seno del MAS en ese largo entonces: para el partido de gobierno eran inconcebibles las elecciones de 2019 con otro candidato que no fuera el Jefazo. Su inmensa sombra opacaba a cualquier contendiente interno que resultaba, sencillamente, insignificante ante el Insustituible. Moros y cristianos creímos que, sin Morales, el MAS tenía pocas chances de reproducir el poder.
Por ese motivo, pero además por su adicción al poder, Morales y el MAS habían dedicado todas sus energías, durante los tres años y ocho meses transcurridos desde su derrota en el referéndum del 21-F de 2016 y las elecciones de octubre de 2019, a encontrar mecanismos que habilitaran al Inhabilitado.
Durante ese tiempo, todos los órganos del Estado, cooptados por el Ejecutivo, pero también todas las fuerzas de la oposición, incluso en las calles, dedicaron su tiempo y concentraron sus esfuerzos, los unos por prorrogar ilegalmente a Morales en la presidencia, y los otros, por defender lo establecido en la Constitución.
En algún punto en ese largo tira y afloja, el periodista Raúl Peñaranda señaló que toda la peligrosa polarización que vivía el país (que no podía pensar en otra cosa) se debía al capricho de una sola persona por no soltar el poder. Así era. La sola voluntad del Inhabilitado, su creerse insustituible mantenía a los más de diez millones de bolivianos en vilo.
Ya sabemos cómo terminó ese episodio. Un TSE cooptado auspició unas elecciones fraudulentas para un candidato oficialista que se benefició del apagón del TREP, por ponerlo en muy pocas palabras. El resto es historia.
Un año después, sin Evo en la papeleta, con un TSE independiente y sin candidato oficialista, el MAS ganó las elecciones contra todo pronóstico, con holgura y legitimidad, a pesar de protestas en este último sentido en el extremo derecho del espectro político. Pedir de rodillas la intervención militar es el extremo de lo inaceptable.
“¿Quién sino Evo?” se respondió sola: en 2020 la victoria de Luis Arce, con 55% de los votos, versus el cerca al 47% obtenido por Evo, fraude incluido, en 2019, nos dice que incluso no pocos simpatizantes del MAS estaban en contra de la repostulación ilegal del Jefazo el año pasado.
A esto hay que tomar en cuenta que el día de las muy cacareadas elecciones primarias, el 27 de enero de 2019, sólo el 45,5% de la militancia del MAS emitió su voto (contra todo pronóstico del Número Dos), y de ellos, sólo el 36% votó por la fórmula Morales-García Linera. Si eso ocurría ¡dentro del MAS! afuera buena parte de su electorado simpatizante estaba en desacuerdo con la eternización en el poder del Jefazo.
¿Cuál es el significado de todo? Que los 21 días de resistencia, la consiguiente renuncia de Morales y el ¡ay! innecesariamente mal interinato de Añez, fueron un largo, sinuoso y accidentado desvío para llegar al mismo punto del camino, del cual la patria nunca debió apartarse.
Si Evo Morales no habría insistido en su repostulación inconstitucional, el país no habría desperdiciado tres años y ocho meses sumergido en el asunto; el MAS habría elegido una fórmula electoral, probablemente la misma que ganó la elección de 2020, pero un año antes, y nos hubiéramos ahorrado sangre, sudor y lágrimas, y tantos compatriotas caídos en octubre y noviembre estarían hoy vivos.
¿Fueron derrotadas las pititas en octubre de 2020? Sí. Pero no antes de haber logrado su cometido: Morales no es Presidente, tal como manda la Constitución.
Robert Brockmann es periodista.