La permanencia de los avasalladores en tierras privadas en Bolivia supera incluso a la de la Policía en propiedades legalmente constituidas. Estos grupos, que se autodenominan “interculturales”, actúan con impunidad, amparados por una construcción política diseñada desde el poder masista.
La llamada "interculturalidad" boliviana no responde a los principios universales del concepto, que promueve la cooperación y el respeto horizontal entre culturas. En lugar de eso, se trata de una fórmula política-instrumental nacida en tiempos de la Asamblea Constituyente del 2008-2009, cuando se redactó la nueva Constitución bajo el liderazgo de Evo Morales y la influencia intelectual de Álvaro García Linera y otros “interculturales europeos”. El objetivo: consolidar poder a través de una estructura ideológica útil para el MAS.
Esto queda en evidencia en textos como el de la Confederación Sindical de Comunidades Interculturales de Bolivia, cuyo manifiesto —que mezcla identidad cultural, reivindicación histórica y militancia política— poco o nada tiene que ver con la verdadera interculturalidad. Aquí no hay diálogo ni cooperación, sino una narrativa ideologizada que justifica tomas de tierra, incendios y desplazamientos de propietarios legítimos.
Ya en 2014-2015 se denunciaba la lógica perversa detrás de los incendios forestales y los avasallamientos: ocurren cíclicamente, entre enero y septiembre, como parte de un plan de copamiento territorial. Se trata de consolidar presencia política y futura representación parlamentaria a través de “nuevos propietarios” leales al MAS, quienes luego ocuparán cargos en la Asamblea para aprobar loteos y callar ante los abusos.
El informe técnico de incendios forestales en Santa Cruz de 2019 es clave. Allí se evidencia cómo un cambio en la normativa facilitó las quemas masivas, trazando lo que se ha llamado “la ruta del fuego”. El patrón es claro: primero tomas de tierra, luego incendios, todo con una intención política y distributiva.
Hoy, mientras se escriben estas líneas, ya son 17.800 hectáreas las asaltadas en Santa Cruz. Las zonas afectadas —Santa Rita, Santagro, Brasilagro, Las Londras, San Fernando— presentan un modus operandi sistemático: hombres armados, en motos, encapuchados, en grupos de 40 o 50, ingresan y se instalan. La Policía, en muchos casos, no actúa; y cuando lo hace, es con acuerdos previos que permiten el retorno de los invasores apenas se retiran las fuerzas del orden.
Esta situación no solo debilita el Estado de derecho, sino que, de continuar, podría derivar en la aparición de grupos de autodefensa. Se ha advertido: cuando el Estado no está presente para todos, surgen respuestas violentas. Así ocurrió en Colombia con las FARC, el M-19 y los paramilitares. Lo mismo podría pasar aquí si se sigue empujando a los ciudadanos a una situación límite.
El poder político se sostiene en parte por estos cuadros en actividad, por estos ocupantes territoriales que aseguran base electoral para Evo Morales, Luis Arce o quien continúe. La estrategia es clara: eliminar al propietario legal, instalar un ocupante leal al partido y consolidar control del territorio.
Mientras tanto, la destrucción del bosque continúa, no solo en extensión sino también en calidad. Tierras fértiles pasan a manos de delincuentes disfrazados de interculturales. Y si esta situación sigue, no es descabellado pensar en escenarios de violencia como los vividos en otros países.
La ciudadanía, en especial la cruceña, no puede hacer más que gritar, denunciar y no callarse. Porque aunque uno no tenga tierra, no puede quedarse mirando. Somos de aquí. Y si el Estado no actúa, lo mínimo que queda es la indignación.