Brújula Digital|19|07|21|
El economista Alberto Bonadona me ha honrado respondiendo a la columna que publiqué hace un par de semanas titulada “Equidad, diversidad e inclusión: Lobos disfrazados de ovejas” (Brújula Digital, 5 de julio; El Deber, 7 de julio; y Página Siete, 8 de julio). Agradezco muchísimo que Alberto se haya tomado el tiempo de hacerlo y aprecio sinceramente la oportunidad de intercambiar ideas.
Mi columna planteaba que los conceptos de equidad, diversidad e inclusión son lobos disfrazados de ovejas porque detrás de su aparente benevolencia esconden injusticias e ineficiencias.
La equidad es un concepto político de justicia para el cual los méritos no son suficientes (ni siquiera necesarios) a la hora de decidir lo que es “justo.” Si los gobiernos consideran, por ejemplo, que es justo que los que necesitan más reciban más (y no los que trabajaron, se esforzaron o invirtieron) pues redistribuirán el ingreso para lograr ese objetivo y nos lo venderán como “equitativo.” La diversidad y la inclusión, por su parte, son un llamado a no discriminar (un derecho negativo) que en la práctica se convierte en la obligación de favorecer a ciertos grupos de la población (un derecho positivo). La ironía es que en nombre de la diversidad y la inclusión terminamos discriminando a quienes tienen méritos en favor de aquellos que cumplen con las características que queremos favorecer. Ese es el rol de los cupos para mujeres, determinadas razas, condición social, etc.
Alberto refuta mi columna usando dos argumentos (Página Siete, 10 de julio). El primero tiene que ver con derechos. Alberto niega que los derechos de propiedad (que son los que determinan la distribución del ingreso en una economía libre) sean los únicos derechos que se deban respetar. De acuerdo a él, existen “otros derechos que son equivalentes o mayores al de la propiedad” como el acceso a servicios de salud, nutrición y educación. La equidad garantizaría que esos derechos sean respetados. El segundo tiene que ver con el funcionamiento del libre mercado. Alberto cuestiona que la distribución del ingreso resultante del proceso de interacción voluntaria entre agentes económicos genere una distribución del ingreso justa. Según Alberto, “se trata de mercados monopolizados, amañados y restringidos” cuyas consecuencias “están preñadas de ausencia de equidad…”
Me temo que Alberto está equivocado. Siguiendo a Tomás de Aquino o John Locke o Thomas Jefferson, los únicos derechos naturales (los que no dependen de las leyes, la cultura o la política) son solo dos: el derecho a no ser agredido físicamente y el derecho a la propiedad privada. Cosas como acceso a servicios de salud, nutrición y educación, no son derechos por mucho que sean tremendamente deseables para la población. Estos son bienes económicos que alguien tiene que producir usando recursos escasos. Si, en nombre de la equidad, la diversidad o la inclusión, el proceso político los prescribe como “derechos,” entonces está forzando a que unos lo provean para beneficio de otros (a través, por ejemplo, de impuestos). Pero eso crea una injusticia inmediata pues ignora (al menos parcialmente) los derechos de propiedad de los primeros.
Alberto también se equivoca en su caracterización del proceso de mercado. Un mercado libre en el que se respete la propiedad privada, exista igualdad ante la ley y los participantes no tengan impedimentos para participar, generará resultados justos. Unos lograrán un mayor ingreso y otros lograrán uno menor, pero no habrá injusticias en el sentido de que lo único recompensado será el mérito. Ahora, si los mercados son como los describe Alberto (“monopolizados, amañados y restringidos”) entonces, claro, sucederá todo lo contrario. Pero note que ese tipo de mercados distorsionados no existen naturalmente, sino que son creados por el proceso político. Fíjese y verá que los monopolios que efectivamente reducen el excedente total del mercado son aquellos creados por leyes del gobierno o ejercidos por empresas del Estado. Las empresas privadas se pueden coludir y actuar como monopolios en el corto plazo, pero sabemos, gracias al Nobel de economía, John Nash, que estas colusiones o carteles nunca duran mucho, sobre todo si existe libertad de entrada. En el largo plazo, por tanto, la única forma de mantener un mercado monopólico es a través de una decisión política. Los mercados amañados, por otra parte, también son responsabilidad de los gobiernos. El proceso por el cual las empresas ejercen influencia sobre el gobierno a través de amaños y corrupción se llama cronismo y viola, por supuesto, la condición de igualdad ante la ley que un mercado libre requiere.
En el fondo Alberto y yo queremos los mismo: que la gente salga de la pobreza. Pero ahí la evidencia empírica es incontrastable. Los países que optaron por mayor libertad económica lograron sacar a más gente de la pobreza que aquellos que se preocuparon más por otorgar “derechos” y dejaron de respetar la propiedad privada. De acuerdo al índice del Fraser Institute, la población más pobre en los países con mayor libertad económica tiene un ingreso anual casi diez veces mayor al de la población más pobre en los países con menor libertad económica.
*Antonio Saravia es PhD en economía (Twitter: @tufisaravia)