Los escándalos de los países vecinos están
muy jugosos; por un lado, el affaire de las joyas de la primera mandataria
peruana da para una crónica con un retrogusto a corrupción. Los sucesos de
Quito, por lo menos a primera vista, son un exceso de parte del presidente
ecuatoriano Daniel Noboa, más allá de que el gobierno de México hubiera
apostado por apoyar a una persona condenada por corrupción. En casa hemos
tenido otra vergonzosa sesión de silletazos en un congreso del MAS. La pelea
interna no tiene que ver con principios sino con definir qué grupo se queda con
la torta: penosa pelea, penosa escena.
Y mientras tanto la vida sigue igual, el ciudadano de a pie, o mejor dicho el de auto, enfrenta innumerables pequeños actos de corrupción; uno de los espacios donde esto sucede, lejos del sórdido mundo del narcotráfico, del contrabando o del tráfico de personas, está en las batidas policiales de las noches de viernes y sábado.
Seamos claros, es obvio que es un bien para la sociedad que la unidad de Tránsito controle y castigue a quienes conducen en estado de ebriedad; también está bien que el castigo sea alto, con sangre entra la letra… o haciendo doler el bolsillo.
Sé de buena fuente que hoy por hoy si alguien es sorprendido conduciendo con un poco de alcohol (o en total estado de ebriedad), puede terminar pagando, dependiendo de la ciudad del país de la que se trate, 2.000 o más bolivianos. Esa no es la multa sino el arreglo al que llega el infractor con la Policía para no perder la licencia por un año, aunque sea la primera infracción que haya cometido en su vida y que el exceso de alcohol en la sangre sea mínimo.
Hoy por hoy, la mayoría de las personas sensatas simplemente se abstienen de tomar alcohol si es que van a manejar auto. Una visión ligera de las cosas permitiría decir que más allá de la corrupción, el bien último, hacer las calles más seguras sin ebrios (o con menos de ellos), se ha cumplido. Pero el asunto no es tan simple.
Este arreglo, este manejo chuto de las cosas implica una recaudación ilegal que no llega a las arcas del Estado. ¿Cuántas personas a la semana pasan por ese periplo? ¿Cuántas al año? Estamos hablando de casi 300 dólares, por cada ocasión, que salen de los bolsillos de cada uno de los infractores y que no entran en las arcas del país. Y peor, que van a engrosar la telaraña de corrupción de la Policía.
Sería incorrecto sugerir que la corrupción es un invento del MAS, pero que sus dimensiones se han disparado es algo que seguramente se puede comprobar.
El negocio de extorsionar borrachos es muy provechoso y es difícil imaginar que sea algo que no es conocido por los mandos superiores; el mismo ministro de Gobierno debe haber oído hablar de estos mecanismos.
Ahora bien, el origen de esta anomalidad está ligado a una normativa defectuosa; el Código de Tránsito debe ser reformado y tiene que ser cumplible, me refiero a todas las pequeñas y grandes infracciones que cometen a diario los conductores, en parte porque deberían ir a velocidades moderadas y en parte debido al exceso de pasos de cebra que hacen que pierdan su razón de ser; ni qué decir la prohibición de estacionar aun en calles donde el parqueo no perjudica a nadie.
El problema de tolerar un tipo de una (no muy) pequeña corrupción es que esta se concatena con actos y hechos mucho peores. La corrupción cotidiana contamina todo el sistema, tanto al interior de las instituciones como en la ciudadanía en general.
Dentro de esa salsa nos movemos como sociedad, ¿podremos salir de allí?