Hay semejanzas notables entre los periodos de bonanza de los años 70 del siglo pasado y los de este siglo, sin desconocer que también hay diferencias, tanto en el discurso como en la política salarial.
En los años setenta, por lo menos hasta 1977-1978, la economía parecía sonreírle al país: buen precio –aunque sostenido artificialmente– para el estaño, comenzaban las exportaciones de gas natural a la Argentina, también a buen precio, y el país regresaba al mercado internacional de capitales, del que había estado aislado desde la década de los años 30. Los bancos privados internacionales, llenos de petrodólares, golpeaban las puertas de nuestro Gobierno y de nuestras empresas públicas ofreciendo créditos. La COMIBOL se recuperó parcialmente y la minería mediana, después de las grandes dificultades de los primeros años de la revolución de 1952, comenzó a obtener buenos resultados y además su producción se diversificó y ya no era solo de estaño.
En este siglo, el superciclo de altos precios para nuestras exportaciones entre 2004 y el 2014 produjo un incremento de ingresos extraordinarios para la economía nacional. Esos ingresos, literalmente caídos del cielo, llegaron a representar en algunos años 8% del PIB. Las dimensiones de la economía y de nuestro sistema financiero cambiaron. Accedió también al mercado internacional de capitales en condiciones razonables los años 2012 y 2013 y aún el 2017. Bloomberg calificaba a los bonos soberanos bolivianos como “darlings” (los “amaditos”) de los inversores en bonos de alto riesgo.
En los dos periodos se administró mal la bonanza. Los pecados capitales de esas dos épocas fueron la expansión del sector público, con muchos elefantes blancos, y dejar que nuestra moneda se sobrevaluara, es decir que nuestros precios expresados en dólares fuesen superiores s a los precios de nuestros socios comerciales de la región, también medidos en dólares. La sobrevaluación fue mucho más fuerte en el periodo de bonanza de este siglo.
Por efectos de la sobrevaluación las exportaciones de manufacturas perdieron competitividad, y nuestros mercados se vieron inundados de productos importados, muchos de ellos de contrabando, que arrinconaron a la producción nacional. Además, se tuvo y se tiene todavía efectos colaterales que afectan a nuestra producción, como la importación de “chutos”, cuya demanda por combustibles compite con la de las empresas (y de particulares).
Cuando las circunstancias internacionales cambiaron, la economía nacional no pudo resistir. En el siglo pasado, el cambio en la política monetaria norteamericana, con una subida de gran magnitud de las tasas de interés, estaba entre las causas principales (mas no la única) de la crisis de deuda externa de la década de los años 80 (la década perdida) que azotó a la región latinoamericana. Bolivia no fue inmune a esa crisis, con agravantes internos como inestabilidad política del periodo 1977-1982. No pudimos resistir al embate externo y a los shocks internos y terminamos en hiperinflación.
En este siglo, también estamos sufriendo los efectos de shocks exógenos combinados con graves errores de conducción. Nuestras autoridades habían olvidado el hecho fundamental de que los recursos naturales no son infinitos. El agotamiento de los hidrocarburos, que es una fuente principal de las dificultades actuales, se lo veía venir desde el 2014. Nuevas inversiones podían haber ralentizado la depauperación de las reservas, pero ellas no llegaron por circunstancias tanto internacionales como nacionales.
Fue un grave error congelar el tipo de cambio en 2011. La obtención de una política cambiaria coherente fue un gran logro del DS21060 y abandonarla fue por lo menos imprudente. El público ya estaba acostumbrado a que el tipo de cambio se moviera, lo que le daba la necesaria flexibilidad a la economía para encarar los shocks exógenos. Uno de los criterios que se seguía para la determinación del tipo de cambio era el de la estabilidad del internacional. Congelando el tipo de cambio se perdió esa posibilidad.