La semana pasada han aparecido algunos artículos sobre el
papel de los “pititas” en la caída del expresidente fugado. Unos, viendo en su
actuación una especie de revolución inconclusa porque los políticos
tradicionales se apropiaron del proceso que ellos habrían inaugurado. Otros,
viendo en esa movilización la mano de la derecha y el imperialismo para
defenestrar al MAS y sus líderes.
Ese debate, lamentablemente aún dominado por el adjetivo, es muy provocador y necesario para diseñar un camino hacia adelante, pero a partir de aclarar qué se quiere en ese futuro. Y para evitar cualquier equívoco me alineo en la corriente que postula la construcción de un sistema democrático en el que se respete el estado de derecho y las libertades consagradas en nuestra Constitución y en el derecho internacional.
En esa línea, entiendo que los acontecimientos de octubre y noviembre del año pasado no fueron espontáneos, sino una feliz coincidencia en el tiempo entre una demanda generalizada de impedir la consolidación de un proyecto autoritario de poder como buscaba el MAS y la debilitación interna del gobierno, que había cumplido su ciclo y estaba corroído por el culto al personalismo, la corrupción, la ineficiencia y el intento descarado de prorrogarse sine die en el goce del poder.
Además, este alineamiento tampoco fue obra del azar o la aparición de liderazgos circunstanciales. Su raíz es profunda y tiene como antecedente fundacional octubre de 1982, cuando la población boliviana, probablemente por primera vez en nuestra historia, optó militantemente por el sistema de gobierno democrático, al punto que bajo ese paraguas ejercieron el poder representantes de corrientes ideológicamente contrarias, en una alternancia que hizo más bien que mal a la sociedad.
Esa opción democrática que en principio se debilitó ante la arremetida hegemónica del MAS, pronto se reforzó, gracias, entre otros factores, a los errores del masismo en la gestión de gobierno. Un primer síntoma de esa recuperación se observó en las primeras elecciones de autoridades del Órgano Judicial Plurinacional y el Tribunal Constitucional Plurinacional, cuando la gente votó en contra de las manipulaciones del MAS, y que se repitió en las segundas. Un segundo síntoma fuerte fueron los resultados de las elecciones regionales de 2010 y, más aún, en las de 2015, en las que el MAS también cayó. Viendo retrospectivamente, estos resultados se confirmaron en las elecciones generales de ese mismo año, en las que el MAS bajó la votación y si no hubiera sido la desunión de la oposición, ese partido habría perdido la hegemonía en la Asamblea Legislativa. Y en el campo popular con el quiebre de la alianza del MAS con el movimiento indígena del oriente, las movilizaciones de sectores de salud, particularmente en contra de la aprobación de un Código Penal de claro contenido autoritario.
En ese recorrido, la derrota del MAS en el referendo revocatorio de 2016 fue contundente, y ya se podía afirmar que terminó el ciclo de ese partido y sus líderes.
A partir de entonces, empero, en la ciudadanía movilizada surgieron confrontaciones entre corrientes democráticas y autoritarias (al estilo de la oposición más radical venezolana). Felizmente se impusieron quienes pusieron su confianza en que era posible derrotar al MAS en elecciones generales, y asumieron la responsabilidad de trabajar en esa línea, decisión que fue decisiva para derrotar al MAS.
En los acontecimientos de octubre/noviembre de 2019, precedidos por los incendios en la Chuiquitania y la errática actuación del gobierno, se puede ver la disputa entre esas dos corrientes, así como en el propio movimiento denominado pititas. Y nuevamente se impuso la línea democrática (no hay que olvidarse que en algún momento el actual candidato a la Presidencia de Creemos postuló formar una junta cívico-militar; propuesta rápidamente retirada por sus asesores).
Así se abrió un espacio de “restauración democrática”, pero que está en peligro de frustrarse. Primero, por la decisión de la Presidenta del Estado de convertirse en candidata y, luego, por el coronavirus, que han abierto las compuertas a corrientes autoritarias que incluso proponen la anulación del proceso electoral en marcha.
Por ese panorama, no deja de ser una demanda fundamental debatir cómo vamos a reconstruir nuestro sistema democrático y recuperar niveles de confianza mínimos que permitan acordar políticas de largo plazo que permitan encaminarnos en un proceso de desarrollo democrático y con justicia social.
En el análisis histórico, “restauración” tiene una connotación conservadora, pues, a guisa de ejemplo, así se denominó el período del retorno del absolutismo en Francia luego de la Revolución de julio de 1779. En el país, el golpe militar de noviembre de 1964 fue denominado por sus actores como una revolución restauradora.
Sin embargo, en las actuales circunstancias, la “restauración democrática” tiene, más bien, una connotación progresista, pues de lo que se trata es de garantizar la plural y pacífica convivencia en el país, frente a corrientes populistas, de raíz izquierdista o derechista, que propugnan proyectos autoritarios de poder.
Juan Cristóbal Soruco es periodista.