El prostituyente, figura central en la lógica patriarcal, se define como el explotador del cuerpo de las mujeres. Este individuo, amparado en su dinero o en una envestidura devaluada, ejerce su poder de manera denigrante y abusiva. Su comportamiento no solo refleja un desprecio por la dignidad humana, sino que también se erige como un insulto a los principios fundamentales de derechos humanos consagrados en nuestra Constitución, a la normativa internacional y a la sociedad.
En su obra Ninguna mujer nace para puta (2007), María Galindo y Sonia Sánchez ofrecen un análisis profundo del perfil del macho prostituyente, un fenómeno que surge de la lógica patriarcal que otorga privilegios a los hombres y los coloca en una dinámica de dominación. Este contexto se sostiene mediante un sistema sociocultural y socioeconómico que no solo engendra, sino que también perpetúa la explotación de las mujeres, invisibilizándola a través de una red de complicidades que incluye proxenetas, consumidores de prostitución y cuerpos policiales o judiciales de diversas jerarquías.
En este marco, los hombres asumen un poder "legítimo" que les permite poseer y controlar el cuerpo femenino, transformando la explotación en un proceso naturalizado e incluso celebrado. Esta realidad no solo humilla a las mujeres, sino que exacerba su cosificación.
El prostituyente representa la cara más perversa del poder sobre las mujeres. Su crueldad alcanza un extremo aterrador cuando se trata de pedófilos que explotan a niñas y adolescentes, amparados en su mísero poder. Lamentablemente, este fenómeno extremo se hace evidente cuando no solo es tolerado por la sociedad, sino que incluso se celebra y se encubre a través de los aparatos estatales. Esta situación representa la máxima degradación de la dignidad humana.
Ejercida por “servidores públicos”, supuestos garantes de los derechos humanos, este comportamiento revela la extrema depravación de todo un sistema patriarcal pestilente liderado por autoridades de todo rango, agazapados en diversos estamentos estatales, en los que incluso hacen gala de su desprecio absoluto por la vida o y las normas básicas.
Estamos en un retroceso espantoso como sociedad, hace menos de 20 años existía un marco socialmente aceptado en el que la construcción histórica de la masculinidad se definías por esta lógica perversa de aprender a ser hombre, que implicaba adoptar el rol de prostituyente; padres, padrinos, tíos e incluso abuelos llevaban a sus jóvenes a prostíbulos para "perder la virginidad", manifestando esta práctica sin pudor alguno y con un grado nauseabundo de arrogancia e incluso diversión. Así se forjaba la identidad de un sujeto verdaderamente abominable.
Hoy el prostituyente se vuelve a erigir como la personificación de la dominación masculina prepotente, un individuo que, amparado en su poder económico y en una envestidura social degradada, ejerce su control de manera denigrante sobre el cuerpo de las mujeres. Un ser atravesado también por patologías y parafilias que se aprueban y defienden.
El perfil del prostituyente es nauseabundamente multiforme; su presencia se disemina por todos los escenarios posibles, desde hoteles de lujo hasta cantinas en campos mineros, cocaleros o petroleros. En lugares como la 12 de octubre en El Alto, la calle Figueroa en La Paz o en las zonas rojas del Chapare, hasta los hemiciclos legislativos o palacio de gobierno. En algunos de esos sitios he sido testigo de cómo estudiantes de colegio, oficinistas, empresarios, profesionales, funcionarios públicos o comerciantes entran y salen de esos precarios del "table dance" u hoteles de lujo. Todos comparten un eje común: la sed de sexo y el anhelo de migajas de placer, exprimiendo la dignidad y lozanía de jóvenes vulnerables.
Los prostituyentes son inmisericordes explotadores que obtienen enormes beneficios a costa del sufrimiento ajeno, succionan la dignidad de las mujeres y de la sociedad en su conjunto. Su accionar vulnera principios fundamentales de dignidad y los derechos fundamentales de las mujeres, pero, además, atentan conta los estándares mínimos de la seguridad laboral, exponiendo a las mujeres a riesgos graves para su salud y bienestar. Esto incluye un alto riesgo de transmisión de infecciones sexuales, incluido el VIH, así como experiencias de agresiones físicas y psicológicas.
La explotación sexual de los prostituyentes alimenta redes de esclavitud y trata, donde adolescentes son víctimas del proxenetismo. Este mercado lucrativo se nutre del sufrimiento humano y perpetúa una violencia sexual que ha sido históricamente justificada por la creencia errónea de que las mujeres son inherentemente inferiores.
Históricamente, los prostituyentes han gozado y siguen gozando de prestigio social por encarnar la masculinidad del "macho fuerte". Sin embargo, a medida que avanzamos hacia una mayor conciencia sobre los derechos humanos, resulta indignante que exista una ciudadanía, personas con nombre y apellido, servidor@s públic@s dispuest@s a defender a estos viles funcionarios que expolian el cuerpo femenino. La violencia ejercida en hemiciclos o instancias estatales acentúa el desprecio absoluto por los derechos humanos y la deshumanización.
Es inaceptable que como sociedad seamos espectadores mudos de esta ignominia, que debería ser denunciada ante instancias internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos y todos los mecanismos establecidos para el efecto.
La lucha por los derechos humanos no puede ser ignorada ni minimizada; cada día que pasa, sin una respuesta efectiva ante tales abusos, es un día más en el que se perpetúa la violencia y la impunidad.
Lamentablemente, parecería que en esta suerte de naturalización de las múltiples violencias que se ejerce contra la mujeres, la voz colectiva que debería levantarse con firmeza para erradicar estas prácticas degradantes, ha enmudecido, mientras se expolia la vida y la dignidad de niñas y adolescentes, en lugar de garantizarles un futuro donde cada mujer viva con dignidad, libre de violencia y explotación… no por nada Bolivia, vergonzosamente, lidera los índices más altos de feminicidio y violencia contra las mujeres de la región.
Patricia Flores Palacios es magister en ciencias sociales y feminista queer.