Hace un par de años publiqué un artículo titulado “Privaticemos la
Educación” (Brújula Digital, 24/8/2020) en el cual argumentaba que la
suspensión del año escolar, debido a la pandemia, era una gran oportunidad para
afrontar reformas estructurales en el sector educativo. Mi argumento era que la
educación pública en Bolivia respondía a una estructura de incentivos
ineficiente y que, por lo tanto, los agentes encargados de producirla (maestros
trotskistas, políticos, burócratas, administrativos, etc.) no tenían un verdadero
interés en mejorarla. Proponía entonces que la única solución seria y efectiva
era privatizar la educación por completo y subsidiar la demanda a través de
vouchers.
Los eventos del mes pasado en Potosí (y antes en El Alto), la reaparición de los dirigentes dinosaurios, la evidencia de la complicidad de profesores y autoridades, la corrupción galopante en todos los niveles… en suma, la podredumbre interna de las universidades públicas en Bolivia nos da una oportunidad similar para discutir reformas estructurales en la educación superior. La indignación colectiva que genera el ver nuestros recursos dilapidados sin ton ni son abren las puertas para cambios radicales apoyados por la opinión pública.
El análisis es el mismo: la educación universitaria es rehén de una estructura institucional decadente que genera incentivos perversos. Empecemos por la plata. De acuerdo al Presupuesto General del Estado 2022, el presupuesto de las 14 universidades públicas es de alrededor de $us 888 millones. Este elevadísimo monto corresponde al 2,5% de nuestro PIB. Esto es una verdadera locura. Es muy difícil encontrar otro país en el mundo que gaste un porcentaje similar en educación superior pública. Para poner solo unos ejemplos, Chile, Estados Unidos, Colombia, México y España destinan menos del 1% de su PIB a la educación superior pública. Noruega, Austria y Finlandia superan el 1,5% pero quedan todavía lejos del 2,5% boliviano. Huelga decir que los resultados educativos de todos esos países son tremendamente superiores a los producidos por nuestras universidades.
Y ¿cómo se asignan estos $us 888 millones entre las universidades públicas? ¿Se compite por ellos? ¿Se distribuyen de acuerdo a evaluaciones independientes de los resultados que producen? Nones. La platita está garantizada. Las universidades tienen participación automática en el IDH y el único criterio que hace que unas reciban más o menos que otras es el tamaño poblacional del departamento que determina a cuantos alumnos sirven. ¿Qué incentivos pueden tener entonces los administradores y profesores para producir graduados de excelencia, colocar a sus alumnos en posgrados internacionales y deshacerse de los dinosaurios? Con recursos garantizados, sin que importe lo producido, nadie tiene incentivos a hacer nada.
Las universidades públicas tampoco compiten por alumnos. Para empezar, la matricula es gratuita así que estas universidades tienen una demanda cautiva por la que no tienen que competir con universidades privadas. Segundo, como digo en el párrafo anterior, los recursos que reciben dependen del número de estudiantes que tengan. Ergo, más estudiantes, más plata. No existe, por lo tanto, ningún incentivo a seleccionar postulantes y retener solo a los mejores. Al revés, los incentivos son a masificar y a hacer crecer la población estudiantil sin límites. De acuerdo al INE, el total de estudiantes matriculados en universidades públicas el 2008 era de 327.536. Para el 2020, este número ascendía a 476.270. Esto representa un incremento del 45% cuando la población del país creció solo un 20% durante el mismo período. Pero es peor. Si a mayor número de estudiantes matriculados se puede pedir más plata (la UPEA, por ejemplo, viene reclamando que le aumenten su presupuesto porque que tiene cada vez más estudiantes), entonces tampoco existen incentivos a graduar a los estudiantes en tiempos razonables. El 2015 ingresaron 79.074 nuevos estudiantes a las universidades públicas. Cinco años más tarde, el 2020 se graduaron solamente 20.516. Asumiendo que todos estos graduados fueron estudiantes que empezaron la carrera el 2015, las universidades públicas estarían graduando solamente al 25% de sus nuevos estudiantes en un período normal de cinco años. En otras palabras, solo uno de cuatro nuevos estudiantes se gradúa en cinco años.
La gobernanza interna es otro nido de ineficiencia institucional. El famoso co-gobierno, por ejemplo, genera incentivos en los estudiantes a convertirse en dirigentes de por vida. De acuerdo a Página Siete habrían alrededor de 15.000 estudiantes que permanecen en la universidad por más de 11 años, más de la mitad de ellos con seguros de salud, becas, sueldos, viáticos, etc. Pero más allá de la corrupción, lo inadmisible es que los estudiantes pretendan determinar conjuntamente con las autoridades como se maneja la universidad. Los estudiantes están llamados a estudiar y aprender. Punto. En un mundo racional, el estudiante al que no le convence la educación que recibe se cambia de universidad, no se dedica a dirigirla.
Otro ejemplo de incentivos perversos en la gobernanza es el sistema de elecciones para elegir autoridades. ¿Cómo es posible que las autoridades sean elegidas por votos (emitidos por profesores y estudiantes) en lugar de ser seleccionadas por méritos, exámenes de competencia, hojas de vida, etc.? Esto es realmente un despropósito. Al haber elecciones hay naturalmente política, alianzas, prebendas, negociaciones, etc. En la campaña por atraer votos importan más la ideología y las ofertas populistas antes que la eficiencia y los méritos académicos. Así nunca se podrán asegurar liderazgos óptimos.
Llegados a este punto, uno podría pensar que todo esto se podría solucionar con medidas específicas: limitemos el número de años que se puede ser estudiante, liguemos el desembolso de recursos a alguna medida de resultados, eliminemos las elecciones de autoridades, etc. Todo eso ayudaría, pero mantendría a los políticos a cargo del sistema. La educación superior pública ha tocado fondo y ya no puede mejorarse, debe cambiarse y ser reemplazada por un nuevo sistema. Las universidades deben ser privatizadas (sí privatizadas) y los estudiantes apoyados con vouchers para pagar la matrícula. De esta forma las universidades competirían por atraer alumnos porque de ello dependería su presupuesto. Y para hacer eso tendrían que mostrar calidad: colocación de estudiantes en buenos trabajos o posgrados internacionales, graduaciones en tiempos razonables, infraestructura adecuada, nada de politiquería, mejores profesores, etc. Debemos cortar por lo sano y encauzar la indignación colectiva por la educación superior hacia una reforma estructural y de fondo. Las universidades deben volver a la sociedad civil y competir.
Antonio Saravia es Ph.D. en Economía