“A la mujer dijo: ‘En gran manera multiplicaré tu dolor en el parto, con dolor parirás a luz los hijos; y con todo, tu deseo será para tu marido, y él tendrá dominio sobre ti’”. (Génesis 3:16).
Esta sentencia bíblica sintetiza el origen de la ignominia contra las mujeres, derivada de Eva, quien desobedeció los mandatos divinos al comer del árbol prohibido provocando la expulsión del Edén. Eva, sometida a su esposo y encadenada a las tareas de la maternidad, es el génesis de la maternidad patriarcal, que desde entonces perdura. Este control sobre la vida y el cuerpo de las mujeres, debido a su capacidad de menstruar, gestar, parir, amamantar y cuidar, ha sido apropiado por el poder patriarcal desde la pareja, la familia, la iglesia y los poderes estatales; todos tomando decisiones en su nombre y sin ellas.
El potencial de las mujeres para perpetuar la especie humana ha llevado a la Iglesia y al Estado, durante milenios, a establecer mandatos religiosos, sociales y culturales sobre la sexualidad y el cuerpo femenino. Como señala Ariana Alonso Celorio, desde pequeñas se nos dice que nuestro papel fundamental en la vida es el de cuidar y ser madres, que debemos dejar todo para dedicarnos a la crianza de nuestras hijas e hijos.
Este mensaje se intensifica desde que las niñas o adolescentes empiezan a menstruar, porque estas señales biológicas marcan el inicio de nuestra edad fértil; pero la sociedad machista minimiza los sufrimientos de los dolores menstruales, de los cambios psicológicos y hormonales de la menstruación; y se machaca con la idea de que solo seremos “mujeres completas” cuando seamos madres, perpetuando así la noción patriarcal de que nuestro único motivo de existencia es dar vida.
A pesar de los avances en los derechos sexuales y reproductivos, las mujeres bolivianas seguimos siendo víctimas de una moralidad religiosa, política, social y cultural que nos fue impuesta por la colonialidad monoteísta. Esta herencia que nos condena al dolor como castigo por la supuesta traición de Eva. Alonso Celorio subraya que esta moralidad se extiende al derecho a decidir de las mujeres: desde que comenzamos a menstruar estamos amenazadas por la violación, el embarazo no deseado y la prohibición del aborto. Se nos impone la responsabilidad de engendrar, parir y criar mientras se exime a los progenitores de sus responsabilidades.
Durante milenios, la maternidad se ha convertido en un “trabajo forzado”, como señala Adrienne Rich. La crianza es un trabajo gratuito y simbólicamente invisible, que ha confinado a las mujeres al encierro, al aislamiento y a la exclusión del mundo público. El encadenamiento de embarazos y la tiranía de la crianza refuerzan esta subordinación.
Mujeres inspiradoras como Simone de Beauvoir, Margaret Mead y Silvia Federici, entre otras, señalan cómo el poder patriarcal, encarnado en la Iglesia y el Estado, ha convertido la maternidad en un dispositivo de subordinación. Beauvoir argumenta que la maternidad ha sido romantizada para mantener a las mujeres en roles secundarios; Mead analiza cómo diferentes culturas moldean las expectativas y roles maternales; y Federici destaca cómo la maternidad ha sido instrumentalizada por el capitalismo y el patriarcado para controlar la reproducción y la fuerza laboral, despojando a las mujeres de su autonomía y reduciendo su papel a meras reproductoras.
La maternidad continúa siendo una función bio-socio-política a vigilar y legislar. Este control se ejerce principalmente a través del matrimonio, de manera tal que en una sociedad patriarcalmente legislada, no hay madre ni hijo sin la garantía matrimonial. La institución de la maternidad, como la llama Adrienne Rich, todavía no pertenece a las propias mujeres; quienes se convierten en madres son objeto de vigilancia, y a pesar de las conquistas de los derechos humanos de las mujeres y las luchas feministas, la maternidad sigue controlada por otros.
La sentencia “parirás con dolor”, a pesar de vivir en una país laico, todavía sigue marcando la subordinación de las mujeres y su papel tradicional dentro del hogar y la familia. Al vincular el dolor del parto con el castigo divino por el pecado original, se refuerza la idea de que las mujeres deben aceptar su sufrimiento como algo natural y divinamente ordenado. Esta interpretación ha sido utilizada históricamente para mantener a las mujeres en roles secundarios y para justificar la desigualdad de género en diversas esferas de la vida.
Es doloroso evidenciar que esa vetusta sentencia bíblica siga siendo una de las perversas justificaciones de la violencia machista que cotidianamente se ejerce contra las mujeres y de los altos índices de feminicidio. Al considerar el dolor como elemento intrínseco a la condición femenina, se minimiza la gravedad de la violencia doméstica y otras formas de abuso. Las fuerzas eclesiales y culturales siguen justificando la violencia contra las mujeres como formas cotidianas de disciplinamiento y corrección.
Las luchas feministas desde hace escasas centurias han cuestionado la sentencia “parirás con dolor” por contribuir a una cultura que normaliza el sufrimiento femenino y la violencia machista, justificando la subordinación de las mujeres para mantener estructuras patriarcales.
Afortunadamente, cada vez hay más voces que desmantelan estos mitos, cada vez se escuchan más las voces vibrantes de mujeres… no de dolor, sino de autodeterminación y libertad.
Patricia Flores Palacios es comunicadora y feminista queer.