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Sin embargo | 27/09/2024

Obituarios

Jorge Patiño Sarcinelli
Jorge Patiño Sarcinelli

Un obituario es una nota biográfica que se escribe a la muerte de alguien importante y que tiene el bello objeto de capturar la memoria y el dolor colectivos en torno a una visión personal de esa partida. Es un texto de carácter social, en la acepción amplia del término, cuyo sentido está en que la vida de quien es objeto del obituario ha sido de alguna manera significativa para la sociedad, más que para quien lo escribe.

“Significativa” aquí no quiere decir haber recibido reconocimiento público y muchas veces el sentido del obituario es justamente compartir una historia de vida que no lo ha recibido en debida medida, pero que tiene un interés que va más allá de lo meramente personal. Como ejemplo extremo, en 2013, The Economist le dedicó un obituario al loro gris Alex, de quien con seguridad muy pocos lectores habían oído hablar, pero su asombroso manejo del vocabulario humano lo hicieron merecer esa nota post mortem.

El obituario no debe ser plañidero ni la ocasión mezquina para sacar trapitos al sol, pero la admiración no debe nublar la crítica. Debe tener la calidad literaria y de observación sicológica, histórica o política de una biografía. Una vida es más que un inventario de anécdotas, y si en una biografía su exceso es pecado, más lo es en la síntesis que demanda el obituario, género literario a caballo entre la historia y la poesía.

Si mi abuela, mi dentista o mi párroco han sido importantes en mi vida, puedo escribir un post sentimental en Facebook, pero si no han sido personajes públicos, un obituario no se justifica en el molde al que me refiero. Quien escribe uno debería preguntarse: ¿estos recuerdos que aquí pergeño tienen algún interés para el vecino de San Pedro o de Alto Irpavi, quien lee la prensa, pero no me conoce más que por la foto y quizá no sabía del personaje fallecido más que de oídas? Si el autor puede responder afirmativamente, el obituario superará la categoría de columna social.

Los obituarios que se publican en este país en general no parecen haber pasado esa prueba y lo que más leemos son lágrimas frescas convertidas en tinta con azúcar, derramadas para mostrar a los lectores amigos una admiración incondicional y la intimidad que tenían con el fallecido –“yo comí con él, le jalé el poncho ese día–, como si las anécdotas de esa intimidad tuvieran un interés colectivo que trasciende la emoción de quien las evoca. Temo que, en oposición a mi ideal, ese es el canon boliviano del género y como la mala costumbre también es ley, reconozco su mandato. “La mano ociosa es quien tiene más fino el tacto, decía Hamlet a Horacio” (León Felipe) parecen decirnos, justificando sus improvisaciones.

No quiero sugerir que las memorias de hechos privados no tengan espacio en un periódico, sino que un hecho personal solo justifica su publicación si la reflexión le habla al lector de su propia vida. Es decir, si tiene el carácter de universalidad de la buena literatura.

Un ejemplo de esto han sido los varios obituarios que se han publicado a la muerte del sacerdote Eduardo Pérez Iribarne. Pocos podrían dudar de la importancia que tuvo él en este país y para los que no lo sabían, su partida era la ocasión de darla a conocer. Es decir, es alguien que sin duda merecía que se le dedicaran obituarios. Sin embargo, los varios publicados hacen recuentos de hechos personales, cuyo valor sentimental, testimonial y hasta literario no pongo en duda, pero que no han dedicado el espacio necesario para capturar lo que sido la verdadera trascendencia de su vida en nuestra sociedad: su importante contribución al desarrollo de la prensa nacional y su papel en la política nacional, quizá decisivo en momentos de bifurcación.

A este comentario debo, sin embargo, señalar la excepción del escrito por un discípulo dilecto, cuyo obituario, aunque parco en lo periodístico y lo político, nos ofrece una visión del hombre dentro de la sotana que quizá solo él podría haber ofrecido. Un digno ejemplo del género.

Me imagino que Pérez se ha ido al cielo, como corresponde a alguien entre cuyos oficios estaba el de mostrar el camino y, si allá tiene acceso a wi-fi, debe estar, por un lado, contento de que se lo recuerde tanto y con tanto amor –aunque como inteligente hombre de mundo que era, sabía de las hipérboles sociales del sentimiento, siempre agudizadas post mortem–, pero debe estar muy decepcionado con que aquello que constituyó su valioso aporte a esta sociedad no haya merecido más atención.

Este episodio contiene una lección práctica. Así como el famoso personaje de Antonio Tabucchi iba preparando obituarios de personajes que él creía que podían partir para siempre a cualquier momento, los que creen que merecerán un obituario deberían dejar en un lugar visible un sobre rotulado con algo así como “notas para mi obituario”.

Creo que, si Pérez lo hubiera hecho, hubiera dejado sugerido que se hable de esos sus papeles en la prensa y en la política y quizá otros aspectos importantes que desconozco. Mi interés por él me hace querer saber además algo de sus dilemas sacerdotales, su modo de acercarse a Dios y otros vericuetos de la personalidad detrás de los hechos, pero tendré que esperar la publicación de una biografía que le haga justicia. No creo ser el único.




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