En los últimos tres años el rumbo de la política exterior
boliviana ha deambulado entre errática y torpe. Un sendero desdibujado que
ahora, con la inminente llegada de una nueva o nuevo canciller, ofrece la
posibilidad de trazar reajustes urgentes en las estrategias, decisiones y
acciones desde la cancillería. El desafío es monumental, comparable a la tarea
de erigir un edificio sobre cimientos desmoronados por el embate de un
terremoto.
En el ámbito bilateral, la venidera autoridad debe emprender la ardua labor de recomponer lazos con los cinco vecinos. La necesidad de establecer una estrategia más íntima en la relación con Argentina se vuelve imperativa, sobre todo ahora que la venta de gas ya no constituye un componente fundamental y quizá deba explorarse con seriedad otros nichos comerciales. Es probable que el futuro estatus de Bolivia en el Mercosur, próximo a cristalizarse, pueda trazar un sendero, siempre y cuando el país logre mantener un equilibrio juicioso entre los dos procesos regionales de integración a los que pertenecemos.
Para este propósito será imperativo que la nueva autoridad cuente con un equipo de profesionales versados en integración, gestión comercial y dotados de una pericia diplomática experimentada.
Con Perú, el panorama adquiere un matiz más complicado. El distanciamiento de la relación es de índole política ya que la administración boliviana persiste en abordar nuestro vínculo con este vecino desde un prisma de afinidad ideológica.
Al no reconocer los errores del expresidente Pedro Castillo, siendo el más evidente la disolución del Congreso, lo que lo llevó, conforme a la constitución peruana, a ser destituido de su cargo, probablemente sigamos en un distanciamiento innecesario. La cancillería está lejos de comprender uno de los principios fundamentales de las relaciones internacionales: la no injerencia en asuntos internos de otros Estados.
Por este tropiezo Perú nos ha dirigido una enérgica nota de protesta en enero de este año. A pesar de ello, aún queda espacio para recomponer la agenda bilateral, en la que hay temas esenciales, como el de las aguas internacionales transfronterizas. En este ámbito, los trasvases del río Mauri, que nace en Perú y llega a Bolivia, continúan su avance sin considerar los compromisos de no realizar trabajos unilaterales. En casos de esta índole y otros semejantes en la frontera común, Bolivia deberá enviar a sus más diestros negociadores y abordar con seriedad esta problemática, especialmente en tiempos donde atravesamos una de las mayores crisis de escasez de agua en el país y la región.
El panorama con Chile tampoco es auspicioso y la relación bilateral no puede estancarse en una absurda agenda policiaco-aduanera, a pesar de que el nuevo Cónsul General de Bolivia en Santiago crea que este sea el inicio de un acercamiento profundo. No, simplemente estamos resolviendo problemas fronterizos.
Es imperativo que la cancillería despierte del letargo en el que la ha dejado el canciller saliente, Rogelio Mayta. La agenda posterior a La Haya debe activarse sin demora, y esto implica dos caminos.
Se hace necesario tomar alguna iniciativa sobre los canales artificiales en el Silala, aquellos por los que solicitamos a la Corte Internacional de Justicia (CIJ) declare nuestra soberanía y que resultaron en una respuesta bochornosa ya que este tribunal aseveró que no era necesario un pronunciamiento al estar dichas construcciones en territorio soberano de Bolivia. Chile expresó algo similar, indicando que no se oponía a su desmantelamiento.
Más allá de este pasaje vergonzoso, la cancillería, con el apoyo técnico pertinente, debe presentar urgentemente un plan relativo a este sistema de drenaje, ofrecer algún argumento que justifique los cuantiosos recursos invertidos por Bolivia en estudios sobre el sistema de las aguas del Silala. El silencio actual es alarmante y nos adentramos peligrosamente en un incumplimiento manifiesto de deberes, pues el desmantelamiento de los canales es la única "victoria" obtenida del litigio en La Haya.
En cuanto al tema marítimo con Chile han transcurrido más de cinco años desde el fallo de la CIJ y la cancillería sigue sumida en un absurdo silencio. Aquel aciago 1 de octubre de 2018 Bolivia recurrió a un fragmento casi final del fallo para comunicar a los bolivianos que aún hay espacio para negociar el tema con Chile, bajo el principio de la buena vecindad. Si bien esto es cierto, este argumento tropieza con una realidad innegable: Chile ya no está obligada a negociar.
Urge construir una agenda práctica e inteligente con Chile. No obstante, para lograrlo, el o la nueva canciller necesitará un equipo de profesionales competentes, y no meros funcionarios apadrinados por el partido, que se han convertido en impostores de la diplomacia.
El desafío con Brasil es tan vasto como los 3.423 kilómetros de la frontera común, y pasa por encaminar algunas de nuestras oportunidades comerciales, como la urea, con una planta que al expresidente Evo Morales se le ocurrió construir muy distante de ese mercado natural.
El asunto del gas y sus derivados con Brasil también requiere una cancillería que lidere las negociaciones, con todo el equipo técnico necesario de YPFB, como lo hacen las cancillerías verdaderamente profesionales. La venta de gas aún representa un elemento importante en la relación bilateral y podría ser aún mayor si modificamos nuestra estrategia de atracción de inversiones, que hoy más se asemeja a una política destinada a ahuyentar inversiones.
Finalmente, Paraguay debería ser un aliado natural para varios proyectos conjuntos, aunque para lograrlo será necesario superar la estrechez mental de poner la relación bilateral bajo la lupa de la afinidad ideológica. Al menos se podría tomar nota de lo que realiza AMLO, quien negocia intensamente con Estados Unidos sin la carga de ignorancia que otros parecen arrastrar en el manejo de las relaciones internacionales.
El ámbito multilateral, que se abordará en una mirada posterior sobre los desafíos de la política exterior boliviana, exige comprender que los grandes conflictos internacionales, como las guerras que actualmente desgarran Ucrania y la Franja de Gaza, no pueden ser abordados con la doble vara con la que se han tratado.
Bolivia debe condenar la violencia venga de donde venga, pues somos un país pacifista. En este sentido, debería haber condenado sin titubear la guerra de agresión que Rusia inició contra Ucrania en lugar de emitir en NNUU votos de abstención, lo cual podría interpretarse como un apoyo velado a Rusia. Tenemos una posición constitucional sobre las guerras, ejerzámosla.
En el conflicto en la Franja de Gaza, Bolivia debió condenar la violencia y el artero ataque de las fuerzas de Hamás, que gobiernan Palestina en esa región, el primer día de los hechos. Debería hacer lo mismo hoy ante la desproporcionada y cruenta retaliación ordenada por Netanyahu. Pero romper relaciones con Israel es el mayor desacierto diplomático de la administración de Luis Arce.
A este desacierto se suma ahora la incomprensible demanda a la que Bolivia se ha sumado en la Corte Penal Internacional (CPI) por los sucesos en Palestina. Además de Sudáfrica, hacemos el coro de actores tonto útiles con otros tres países, Yibuti en el Cuerno de África, Bangladesh en el sureste de Asia y las Comoras, que conforman tres diminutas islas en el sureste de África.
En este delicado tema, el país merece una explicación urgente, no podemos enterarnos de los hechos mediante un comunicado de la CPI, no se pueden tomar tan grandes decisiones a espaldas del pueblo si al menos un ápice de coherencia queda en cancillería respecto a la llamada “diplomacia de los pueblos”.
Así, con ese desorden parcialmente descrito, se despidió esta semana Rogelio Mayta. No hubo un adiós del personal, tampoco el cuerpo diplomático no le brindó una despedida. Salió de su oficina, seguramente por la puerta de atrás, sigilosamente, dejando un servicio exterior destruido. Se marchó después de discriminar a los diplomáticos y profundizando las diferencias que el Presidente y el Vicepresidente intentan minimizar en sus discursos.
Mayta se va, además, con un juicio en curso ante la CIDH por el despido ilegal de los diplomáticos de carrera, un asunto que le costará al Estado varios millones de dólares, una cuenta que, al final, recaerá sobre él en un simple proceso de repetición. Así de lapidaria fue la gestión del “sepulturero de la diplomacia”, como lo han apodado los profesionales afectados.
La llegada del nuevo o nueva canciller no podría ser más oportuna. Le aguarda una montaña de trabajo pendiente; en sus manos reposa la labor de reconstruir el servicio exterior del país y trazar un rumbo certero para nuestra política exterior.