La guerra de las Malvinas tuvo lugar hace cuarenta años. En
Bolivia, García Meza había dado paso a una junta y luego a Torrelio, a cargo de
otra dictadura. El comandante de la Fuerza Aérea, Natalio Morales Mosquera, insinuaba
que Bolivia podía aportar aviones a favor de la Argentina, para ser rápidamente
desmentido.
El Canciller, abuelo de este columnista, le confió a su nieto que fue al Estado Mayor a explicar la imprudencia de enredarse en el lío y peor con aviones propios. Los ingleses cumplirían el acuerdo tácito de restringir la guerra al territorio isleño, sin tocar el continente, si los latinoamericanos no añadíamos leña al fuego, decía el abuelo. Mucho después, el excomandante chileno Matthei confirmó que Pinochet ayudó a los ingleses. En Santiago sabían que eran objetivo de los militares argentinos, descontentos por los resultados aún precarios de la mediación papal entre Chile y Argentina.
Es que acabo de leer el libro La Trampa, del columnista argentino Juan B. Yofre, cuya biografía alcanza para otro texto. Él fue secretario de Inteligencia del Estado de Menem y, años después, fue procesado (y sobreseído) por espionaje a los gobiernos de los Kirchner. Este libro contiene información, de pasada, sobre Bolivia, centrándose en la decisión argentina de ir a la guerra.
Yofre recuerda que el comandante de la Armada, Jorge Isaac Anaya, era admirador de Hayek e hijo de boliviano, de la familia Anaya de Cochabamba. Anaya fue el de la teoría de que el gobierno militar necesitaba una válvula de escape como las Malvinas para no acabar como los militares el 73, cuando entregaron el gobierno a Cámpora y se resignaron a que retornara Perón.
En 1965 la Argentina había obtenido la Resolución 2065 de la ONU que recomendó a ambas partes (Reino Unido y Argentina) negociar su disputa por la soberanía de las Malvinas. La ONU ratificó esa resolución luego, año tras año, hasta 1981. Tal vez esa resolución inspiró la estrategia boliviana en la OEA en 1979. La ruta argentina no nos fue ajena, en todo caso.
El libro evoca la urticaria que la intervención argentina en Bolivia causó en Estados Unidos. Este país se opuso a García Meza y solo acreditó un nuevo embajador con Torrelio en el poder. Sam Eaton, a quien recuerdo como un diplomático de capa, casado con una boliviana, era el encargado de América del Sur del Departamento de Estado. Eaton reportó -cita Yofre- que tenía fotos de los “ciento cincuenta argentinos que descendieron en La Paz, 72 horas antes del golpe” (de García Meza), de un vuelo de Aerolíneas Argentinas.
Ya en marzo de 1982, empero, el Departamento de Estado señalaba que “en Bolivia el gobierno argentino se percató de que ‘comía más de lo que podía masticar’ y ahora parece querer deshacerse de esa carga”. Poco antes de ser Presidente, el teniente general Galtieri recibió las gracias de Estados Unidos, dice el libro, por “convencer al general Lucio Áñez y al coronel Faustino Rico Toro de no llevar adelante un golpe contra el presidente Celso Torrelio, que hubiera generado más caos en el Altiplano”.
La Trampa también refiere que Siles Zuazo intentó parar el golpe de García Meza, a través de un encuentro de su colaborador (y futuro canciller) Marcial Tamayo con un asesor del general Viola, después presidente argentino. A raíz de esa reunión y para calmar a los bonaerenses, el 5 de julio de 1980 Siles ratificó al periódico Clarín su rechazo a la lucha armada, pero ese esfuerzo fue insuficiente.
Yofre abraza, finalmente, una hoy inusual libertad de escritor, al repasar ciertos sarcasmos sobre sus connacionales. Por ejemplo, en esta pregunta retórica de un militar estadounidense, Vernom Walters, a la primera ministra Margaret Thatcher: “¿Sabe usted la definición de un argentino? Es un español que habla italiano, a quien le gusta fingir que es inglés”. O, mejor, cuando relata que el almirante Massera, el duro de la dictadura posterior, en los años 70 le susurró al astuto presidente Perón un plan de retoma de las Islas Malvinas. Perón le contestó en tono porteño: “Pero no, almirante, al día siguiente nos sacarían por teléfono”.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.