El censo afirma que llegamos a 11,3 millones de habitantes. La alarma social fue inmediata: “somos 12 millones”. No puedo negar que estoy a favor de esa denuncia. Sin embargo, no es lo que me importa enfatizar. Lo que me interesa relievar es el lastimero crecimiento de Bolivia desde la independencia poniendo sobre el tapete la siguiente tesis: nadie quiere vivir en este país. Algunos sí, los que estamos acá, pero no es precisamente un sentimiento multitudinario. Los datos ponen en evidencia nuestro gradual aislamiento. Bolivia nació en 1825 con aproximadamente 1.000.096 mil habitantes. ¿Y nuestros vecinos? Veamos algunos ejemplos: Perú contaba con poco más de 1 millón de ciudadanos al nacer, o sea salvando algún mínimo desperfecto en las cifras, teníamos exactamente la misma cantidad de pobladores. ¿Cuántos peruanos viven hoy en su territorio? 35 millones, lo que da un saldo de tres veces y un poco más de la población boliviana. Impresionante, pero comprensible: tienen mar y están conectados con ese mundo del Pacífico.
¿Y del otro lado, aquel del Atlántico? Brasil, ese gigantesco país con 215 millones de habitantes tenía en aquella época, allá por 1820, un número de ocho millones y medio de habitantes. ¿Qué significa esa cifra de cara a la actualidad? Lo evidente: eran ocho veces y un poquito más poblados que nosotros y hoy son aproximadamente 20 veces más. O sea que Brasil creció dos y media veces más por persona que nosotros. Ahí nacían o llegaban 2,5 personas, en nuestro país lo hacía solo uno.
Pero volvamos al Pacífico. ¿Argentina? En las Provincias Unidas de la Plata vivían menos de un millón de habitantes y hoy arañan los 50 millones de habitantes. ¿Chile? Nacía casi con igual población que nosotros allá por 1830 y hoy tiene casi el doble. Tengamos en cuenta que Chile no tenía mucho norte –Arica y Tacna pertenecían a Perú– así como tampoco mucho sur, impenetrable por los indígenas Mapuche. Al agrandarse, el país se permitió crecer con mayor intensidad que Bolivia.
¿Y Colombia? Casi alcanzaba los dos millones de habitantes en aquel tiempo y hoy supera los 50 millones de habitantes, o sea, de haber sido, a lo sumo, el doble de Bolivia, hoy tiene cinco veces más población. Venezuela tenía aproximadamente dos millones de 1871 (nosotros teníamos 2,4 millones de habitantes en el censo de 1854 y ¡sólo 1 millón 200 mil en el censo de 1884!) y hoy tiene 25 millones. Debió tener 32 a 33 millones de habitantes, pero el chavismo/madurismo hizo huir a casi ocho millones de venezolanos. Aun así, estos latinoamericanos son el doble y medio que Bolivia habiendo partido desde la misma meta. Dramático.
Puedo dar más ejemplos, pero creo que es suficiente. Reste decir que si crecíamos como Perú tendríamos hoy más o menos 30 millones; si crecíamos como Brasil seríamos, del mismo modo, 30 millones; si lo hacíamos como Argentina, seríamos cerca a 55 millones de habitantes; si seguíamos los indicadores de Chile rondaríamos los 20 millones; si crecíamos como Colombia, estaríamos en los mismos 30 millones. Si seguíamos la senda venezolana rondaríamos los 25 millones o un poco más. ¿No es impresionante? No estoy hablando del milloncito hurtado en el último censo de 2022, estoy refiriéndome a millones de habitantes que no dependerían de la “bondad” política del gobierno de turno. Simplemente estarían ahí diversificando sus posibilidades.
Resta volver al asunto mayor: ¿por qué la gente escapa de este territorio? Me atrevo a creer que el principal factor es nuestra mediterraneidad mental que nos ha enclaustrado en este espacio de un millón de kilómetros cuadrados. Hablamos de “nacionalismos” llenándonos de orgullo por nuestras magnas revoluciones miserablemente endogámicas. Hemos generado un desarrollo de islote territorial que nos segrega. Sí, pero no por la perversidad de los chilenos, la bellaquería gringa, la invasión de las transnacionales. No, en realidad nos hemos autosegregado. Nos encanta lucrar con la pobreza que da votos y quedarnos encerrados en esta nuestra Bolivia, cada vez más enana, viendo cómo crecen los hermanos, alejándose cada vez más de esta cárcel de monoextractivismo.
Diego Ayo es PhD en ciencias políticas.