Walter Auad Sotomayor ha publicado un libro sobre los años de la Independencia. Es un texto erudito, relajado y disfrutable. Adverso a las hagiografías, Auad se nutre de la visión personal de brasileros, argentinos, chilenos, peruanos y colombianos en su correspondencia y memorias. Al igual que de las de los criollos de Charcas: esa casta letrada, sí, y conservadora, católica y premoderna como su país, aunque sin indígenas. Movida por lo que es más humano: persistir en sí misma, con sus sombras y quimeras. Pero nuestra memoria se origina en los santorales y anatemas laicos de esos años. De tanto repetirlos, hemos olvidado sopesar y, por qué no, valorar nuestro pasado. De esos y otros enredos provenimos.
La vanidad estaba entonces a flor de piel, como hoy. Entre Arequipa y Cuzco, por los arcos de flores que lo recibían, el Libertador recordaba a Napoleón en los Alpes, veinte años antes. Más tarde, en su encierro en Chile, Santa Cruz imitaba el aire de Bonaparte, prisionero de los ingleses. Todos tenían al emperador en su altar.
Mientras, para la batalla de Ayacucho, el ejército Libertador “marchaba por un territorio enemigo para darle libertad”. De 12.600 hombres del ejército Real, solamente 600 eran españoles. Bolívar y Sucre temían las reacciones argentina y limeña ante un ingreso de tropa colombiana al Alto Perú. Eran extranjeros en estas tierras.
Auad muestra los poderes regionales desnudos. En Potosí, Bolívar conversa con delegados argentinos. Buscan embutirlo en sus disputas con Brasil por la Banda Oriental (Uruguay). Bolívar sortea el pedido para no perturbar a Inglaterra, protectora de Brasil, como extensión de su histórica relación con Portugal.
Como en los líos del presente, no falta quien se pregunta qué demonios hace en ese torbellino. En 1824, Sucre confiesa: “mi aspiración es a una vida privada, crea Ud. que lo digo sinceramente.” Sucre ignoraba qué partido abrazar en el Alto Perú para “impedir la disolución y la anarquía”. Y desde Potosí, en abril de 1825, se queja: “esta campaña en países tan fríos, como no tienes idea, me ha avejentado y enfermado”.
Casimiro Olañeta es un persuasivo diplomático sin ejército, que después calibra bien los riesgos de la Confederación crucista. Como Santander en Bogotá, Olañeta no se excitaba con el militarismo venezolano: el radicalismo de Sucre era ajeno al sentido común y costumbres de Charcas. En una carta citada en el libro, Sucre apela a Rousseau. Este “aconseja que cuando se ignore lo que hacer, la prudencia dicta la inacción, para preservarse en el camino recto”. Con menos prejuicios, Sucre pudo acudir a un párroco o a una abuela. Le hubieran dispensado el mismo consejo, sin leer a Juan Jacobo.
La religión cívica de la Revolución Francesa nos viene de esa época y de un tanto atrás. Bolívar y Sucre porfiaban en reducir el papel de la Iglesia, pero el catolicismo y el orden político mantenían aquí una relación de siglos. Ya el jacobinismo de los ejércitos auxiliares argentinos profanando templos se vio en Charcas como un sacrilegio. Pero las clases altas y los educados españoles y coloniales asumieron el nuevo credo sin filtros.
La religión era del “vulgo” y de “los supersticiosos que se impregnan de estas ideas con facilidad”. Santa Cruz, más aterrizado, tiró abajo esos afrancesamientos. Después del tole-tole por la salida de Sucre de Bolivia, el mariscal de Zepita asumió la presidencia en la Catedral de La Paz (San Francisco) ante “las corporaciones”. Era su forma de respeto del orden local. Político y militar diestro, aquilataba los factores de poder.
Auad escarba esos rasgos eternos que nos persiguen. En 1827, Sucre escribe: “Bolivia, cercada por las turbulencias (…) puede ser muy fácilmente envuelta, cuando nunca faltan elementos en el interior para trastornos o para la novedad. Todos los americanos hemos construido nuestros edificios políticos sobre arena, y cualquier audaz de un empujón puede botarlos. Ningún alboroto me sorprenderá; todo lo espero, y también espero salvarme de todo después del 6 de agosto”.
Este Bicentenario ya nadie citó a Rousseau, pero ojalá que los alborotos por venir nos salgan baratos.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.