Todo queda en el MAS, incluso los reclamos por políticas no adoptadas a tiempo en el pasado y por la falta de acciones actuales. En la carrera hacia 2025 los líderes masistas saben que uno de los temas centrales será la crisis del gas.
Ya no se trata de una guerra como la que impulsó la llegada del instrumento político al poder en 2005, sino de las consecuencias de la falsa “nacionalización” del 2006, que en su momento de gloria fue el combustible político y económico temporal que les permitió gobernar en bonanza.
La factura de las malas decisiones es muy alta y el rastro de culpabilidad llega, obviamente, hasta los tiempos en los que, solo por agradar a la tribuna y estampar un rótulo “guerrero” en algunas gasolineras y refinerías, comenzó a ejecutarse la fórmula de explotar al máximo y explorar al mínimo, con los resultados que hoy confirman que Bolivia ya no es protagonista de ninguna gesta energética en el sur del continente.
El gobierno se dio cuenta, muy tarde, que “negocios son negocios” y que las afinidades ideológicas o las amistades políticas no sirven a la hora de renovar o cancelar contratos en el mundo de los hidrocarburos. No es que Lula sea amigo o que convenga que gane Massa en Argentina. Con cualquiera de los dos del otro de las fronteras, la cosa no cambia en nada.
Como ocurrió con Perú, que en el último tramo del siglo XX apuró la explotación de sus campos de Camisea y frenó, de diferentes maneras, una posible salida del gas boliviano por un puerto chileno, ahora Argentina prioriza Vaca Muerta y el autoabastecimiento, además de las posibilidades de convertirse en el verdadero centro exportador de la energía regional.
Argentina ya no necesita el gas boliviano y Brasil verá si mantiene el contrato de compraventa, siempre y cuando el vendedor demuestre que cuenta con las reservas disponibles como para garantizar que el hidrocarburo continúe llegando a la industria y a parte de los hogares de Sao Paulo.
En suma, por obra y gracia de una gestión que abarca los mandatos gubernamentales que van de 2006 a 2023, Bolivia le dice adiós a una era, sin haber aprovechado de la mejor manera la enorme cantidad de recursos que las exportaciones generaron en algo más de una década. Se acabó el gas, ya no hay plata ni una caja fuerte de emergencia para enfrentar lo que se viene.
Y encima ahora, estamos ante la guerra de los jefes, que intercambian disparos sobre las ruinas del Modelo Económico Social Comunitario Productivo, trasfondo de un supuesto proceso de cambio que, por lo menos en materia de desarrollo energético, no sirvió casi para nada y que, más bien, consiguió lo que parecía imposible: que Bolivia deje de jugar en las ligas mayores (o menores) del gas regional. Esto, después de haber llegado a certificar 32,2 TCF el año 2000, 46,83 TCF en el año 2001 y 52,29 TCF en 2002, hasta “tocar fondo” –como advirtió el presidente Arce– en 2023.
La factura política, por ahora, no es tan grande como la económica. La gente todavía no se da cuenta de la magnitud del problema y no lo hará hasta que las consecuencias se sientan en sus bolsillos o directamente en sus cocinas, cuando el desabastecimiento sea una realidad para afuera y también para adentro.
Entonces habrá que importar el gas, seguramente de Argentina e incluso alguna molécula desde Chile. Cambiar la dirección del impulso de los ductos de un lado para el otro y desembolsar un dinero que falta en las arcas estatales para adquirir a precio internacional el gas que, de todas maneras y para evitar que la crisis social llegue al río, se tendrá que vender a precio subsidiado.
Hace 20 años Bolivia se daba el lujo de elegir a quien vendía hidrocarburos y de sacrificar negocios como la venta de gas a Estados Unidos, solo porque era una traición alojar la instalación de las plantas de licuefacción en un puerto chileno, lo cual suponía no solo fortalecer al “enemigo histórico”, sino “potenciar al imperio”.
Hoy esa discusión parece remota y no deja de ser paradójico llegar a la conclusión de que, efectivamente, estamos cerca de que no quede “ni una molécula de gas” para nadie y que ese sea nuevamente el fondo de un debate electoral que, si antes se dio para saber qué se hacía con lo que había, ahora será para saber cómo fue que todo eso se perdió.
Hernán Terrazas es periodista.