El MAS vive del voto de los sectores populares y del temor
de las clases medias. No es la primera vez que recurre a la violencia y los
bloqueos como una suerte de gimnasia electoral, que le permite movilizar a sus
bases e intimidar a quienes quieren vivir en paz.
En 2005, meses antes de las elecciones que Evo Morales ganó con más del 54% de los votos, el dirgente campesino, Román Loayza –hoy disidente– advertía a los habitantes de las ciudades con días de convulsión si no ganaba el líder del MAS.
“El MAS va a hacer un golpe, un alzamiento armando si los resultados no le favorecen. El que tiene que decidir quien es el próximo Presidente es el pueblo boliviano mediante las urnas”, dijo hace ya casi 15 años. Los mensajeros pasan, el golpe vuelve.
Desde entonces el chantaje ha sido una de las armas del masismo y las movilizaciones una advertencia reiterada y efectiva.
Además, las redes sociales le han facilitado las cosas. Ahora pueden filmar videos de supuestas tropas armadas, adiestradas y listas para un imaginario combate con las fuerzas del orden. Ponchos rojos en cuerpo a tierra, vecinos de El Alto organizados en famélicos batallones al grito de “ahora sí guerra civil”, consigna desgastada, pero que todavía provoca cierto temor.
La sucesión de imágenes y audios alarmantes cuyo único objetivo es crear la gran coreografía del caos y la inestabilidad, vienen y van en las pantallas pequeñas de miles de personas.
El viejo mauser, la escopeta oxidada y uno que otro fusil de madera, son parte de esta tragicomedia representada una vez y otra por los actores de siempre, a cambio de migajas.
Y los movilizados ni siquiera atinan a reflexionar que están ahí, nuevamente en el mismo lugar y planteando los mismos reclamos, luego de 14 años en los que supuestamente el MAS debió cambiar sus vidas.
Ellos son la constatación de que, en realidad, nada cambió y que continúan siendo simplemente la wiphala deshilachada de un proyecto que los incorporó en el discurso, pero los ignoró en la realidad.
Por si esto fuera poco, las movilizaciones son parte de un crimen. Hasta ahora, los bloqueos causaron más de una treintena de muertes por falta de oxígeno en los hospitales COVID-19 y, a este paso, esa será otra factura que no se descargará sobre las cuentas de nadie.
El plan de desestabilización no sólo se desplaza por los caminos, también opera en la Asamblea Legislativa, donde se aprueban leyes más a siniestra que a diestra y se expone la estabilidad económica del país.
Un bono demagógico de 1.000 bolivianos por aquí, una ley de diferimiento de créditos por allá, sin saber de dónde saldrá la plata o si se está poniendo en riesgo la salud del sistema financiero. La aplanadora sigue su curso y nadie se pone en su camino.
Y a eso se añaden leyes como aquella que no permite a los funcionarios de un gobierno dejar el país sino hasta tres meses después de concluir su mandato –que es como decir que todos son culpables por 90 días hasta que demuestren lo contrario– el paquete está completo.
En Bolivia, los caprichos son rutina y carta de negociación. Es la triste historia de estos días de miedos, crímenes sin sanción y votos, días en los que las mesas de paz se han convertido en altares de sacrificio, donde los naipes de la muerte se esconden debajo del tapete.
Hernán Terrazas es periodista.