Es pequeña, de 40 por 45 centímetros. En una esquina está mi lámpara cuya base es circular, de donde emerge un moderno y largo brazo que desemboca en el foco –de esos que no se pueden ni deben remplazar– que permite dirigir la luz en cualquier dirección. A su lado, un simpático cubito blanco: un parlante Sony que lo puedo conectar a mi celular por Bluetooth para escuchar música. Todo lo demás está repleto de libros apilados en dos columnas.
Mi mesa de noche suele ser el puerto de llegada de los textos recién comprados. Saliendo de la librería, lo que más me gusta es ir a casa, recostarme en mi cama y disfrutar de mi nueva adquisición. Los saco de su empaque cual niño que destroza el papel de colores que envuelve su regalo de cumpleaños; me pican las manos y la curiosidad por recorrerlos. Es el primer paso de apropiación: tengo el libro en mis manos, lo huelo, lo hojeo, lo disfruto, lo hago mío.
Luego empiezo la lectura, el índice, la contratada, el prólogo. Picoteo uno u otro capítulo, saltando guiado más por la serendipia que por la razón. Finalmente, me clavo en algún capítulo, en aquel episodio que me atrapó. Es cierto que no los suelo consumirlos íntegramente, salvo las novelas o los cómics. Mis hijas me preguntan si estoy leyendo todo lo que cabe en mi mesita, y la respuesta es negativa. Sucede que primero agarro una idea, luego otra, al día siguiente continúo con la que había dejado tiempo atrás, y cosas así.
Ese mueble es una primera estación de los volúmenes que posteriormente pasarán a la biblioteca. ¿Por qué se quedan tanto tiempo en mi cabecera? He tenido documentos que han dormido a mi lado -y viceversa- por más de un año. Siento cierta angustia, una especie de traición cuando un libro se aleja rumbo a su morada más definitiva en el estante. Cuando lo hago, es una especie de despedida.
En la mesa de noche están las aspiraciones de lo que quisiera leer, de lo que creo que es indispensable, de lo que no me tengo que perder. Pero la cotidianidad me sobrepasa, la torre crece y me veo obligado a reemplazar libros una y otra vez. En realidad, ahí guardo mis tensiones y mis angustias que compiten con mi curiosidad y ganas de enterarme de otras cosas.
En suma, mi “mesa de luz” es un rincón donde se condensan los deseos y las búsquedas. Mis dos torres, dinámicas, sufren relevos constantes. Es como una acequia que me limpia y purifica.
Hugo José Suárez, investigador de la UNAM, es miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.
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