Me ha sido tentador recaer en la lectura de Carl Schmitt, pese
a su aire pecaminoso. Es que Schmitt decía, citando al decimonónico español Donoso
Cortés cuando critica el parlamentarismo, que “resulta característico del
liberalismo burgués no tomar una decisión (…) sino tratar de entablar una
discusión”. Sería, así, una “clase discutidora” que “pretende eludir la
decisión”. “Una clase que relega toda actividad política al discurso en la prensa
y el Parlamento no es capaz de hacer frente a una época de luchas sociales”.
No es por agorero, pero el que viene no es precisamente un tiempo para tomar el té, como ya se vio en noviembre. Y una parte de la primera fila de hoy es la quintaesencia de los modos parlamentarios, originada en los años 80 y viva aún, pese a los embates antiliberales del MAS. Ahí están Tuto, Mesa, Samuel, Ortiz, Costas o Leopoldo. O actores ayer menores, pero de súbita estelaridad, como Jeanine y ciertos ministros; o regionales, pero de igual factura, como Percy (o su suplente), Lucho, Sole o Rodrigo.
Que sobrevivieran a Evo permite reconocerles el fuste a esas figuras. Y eso pese a los abucheos que reciben, a las nieves del tiempo que acumulan y a que el público suele preferir el oropel de lo nuevo. La comparación es injusta con los liberales y conservadores pre-52, que enfrentaron una revolución en serio, pero a diferencia suya aquellos políticos de raíces ochenteras capearon o surfearon la ola nacional-popular desde 2003 hasta 2019.
Sin embargo, es como si Carl Schmitt hubiera lanzado no una tesis, atinada o no, sino una profecía destinada a cumplirse nada menos que en Bolivia. Acosados por huestes nacional-populares y por descreídos de toda laya en las linduras de la polémica congresal y el cosmopolitismo tecnocrático, los parlamentaristas bolivianos batallan hoy entre sí con arengas, sin animarse a una decisión, así fuera menor. Su sueño es contar con el mejor eslogan o tuit, el equipo de campaña estrella, la caja de mensajes exacta. La política limitada a palabras y gestos.
Pero ocurre que en épocas que no están para tomar el té ni para torneos de esgrima oral, una “clase discutidora” -para usar la imagen altanera de Schmitt- se arriesga a sucumbir entera. Sus artes, macanudas en el ámbito acicalado de la democracia representativa, con las masas en casa esperando el debate en TV, moderado por la crema del periodismo, no bastan ya.
Porque en los años que siguen no habrá té, caretas de esgrima ni floretes sin filo, de punta roma, y menos esa crema y nata periodística aplaudida por todos. Las mañas verbales o escritas hacen aguas cuando la reyerta exige manoplas, comercia puñales y demanda cicatrices.
El drama además es que los sobrevivientes del parlamentarismo nacido en los 80 tienen al frente o al lado otro corte de políticos, por izquierda y derecha: los que admiten las formalidades si conviene o siempre que apliquen en detrimento de los demás. Los 14 años del MAS ya dieron una probadita de esa política a navajazos.
Claro que sería una simplificación retratar a los de cuna parlamentaria como peritos en palabrería. En cualquier latitud los políticos parlamentarios, además de hablar, traban acuerdos y son matreros en las sutilezas de la ventaja y la desventaja. Los favorece, en teoría, una vida trajinada en el toma y daca, en las mil y una celadas, en no invitar la cena, pero aparecer de anfitriones.
Pero aquí los dirigentes de matriz parlamentaria porfían en la práctica que algún momento hizo prevalecer a Goni sobre Banzer o a Jaime sobre Goni. Y olvidan que un orden acosado no se defiende con artificios orales, sino con pilares construidos, por ejemplo, para sacar de varios boxeadores peso pluma siquiera un peso wélter, capaz de dar pelea.
Es una pena darle la razón a Schmitt, pero nuestros parlamentaristas arguyen a diario, ignorando que se juegan el destino. Mientras, otros se agolpan en el portón, menos adeptos al manual, a las técnicas o a las cámaras, pero prestos a usar cuanto utensilio corto-punzante les permita hacerse del poder y mantenerlo.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.