Mi padrino, que era una persona muy buena y muy ocurrente, solía a modo de chiste contar algunas anécdotas, una de ellas refería a un conocido suyo que hubiera ido a ofrecerle en venta unos terrenos en Llojeta; mi padrino, todo serio, le dijo que mejor no vendiera esos terrenos porque se estaban valorizando mucho. El potencial vendedor paró las orejas y le preguntó sobre esa buena noticia. “¿Están planificando una carretera?”, inquirió, feliz de escuchar una buena noticia, a lo que mi padrino contestó con una sonrisa amable: “no, pero poco a poco sus terrenos van a llegar hasta el barrio de la Florida y allí el metro cuadrado es mucho más caro (se iban a ir deslizando)”. Luego le explicó que realmente nunca compraría un terreno en Llojeta.
Los paceños han sabido desde siempre, posiblemente la información les era transmitida por la matrona que ayudó en el parto, que construir en este valle que nuestros antepasados escogieron para afincarse, no era nada fácil. Greda, poca roca y aguas subterráneas son ingredientes para formar precisamente lo que hablamos, una mazamorra, esa avalancha de barro que lo cubre todo y que hizo desaparecer en su momento al pueblo de Mecapaca, no tan lejos de la ciudad, y al de Luribay; ese fenómeno ha causado estragos menos dramáticos en todas los alrededores de nuestra ínclita ciudad.
Es importante aclarar que estos fenómenos tenían lugar cuando no había maquinaria pesada, cuando no se hacían grandes movimientos de tierras.
No tengo ninguna formación orográfica ni geológica, pero ya en la escuela nos enseñaban que La Paz tenía 200 ríos subterráneos y basta ver para darse cuenta de cuan deleznable es.
Es por eso que la primera reacción que tengo como paceño sobre la tragedia de Llojeta, con una mazamorra que arrasó a su paso construcciones y bienes muebles, y se llevó la vida de una niñita, es parte de lo que puede suceder en ciertas zonas de la ciudad cuando se dan lluvias torrenciales.
Lo que me preocupa es esa nada inocente tendencia de tratar de encontrar culpables y de castigarlos inmediatamente, aún antes de iniciar un juicio, con intentos de detención preventiva y pedidos de extradición express.
Hay en esta búsqueda de encontrar culpables una mezcla de irracional comportamiento atávico: en el campo todavía se busca en algunas comunidades al culpable de una granizada que arruina una cosecha. Y todavía se culpa ya sea a la autoridad, al encargado de hacer que no llueva o, en su defecto, a alguna mujer (el machismo precapitalista). A eso se añade tal vez esa pequeña parte un tanto perniciosa del catolicismo que identifica el éxito económico como negativo y por ende como digno de castigo.
Un desastre natural en el Potosí virreinal fue atribuido a lo pecaminosa que era la ciudad, y de lo mismo se habló y escribió sobre Mecapaca. La angurria, la lujuria, la acumulación de riqueza y otras razones eran vistas como las propiciadores de las desgracias colectivas.
De una manera más moderna, lo sucedido en Llojeta reproduce esas actitudes irracionales en el sentido de la búsqueda de un culpable, de un chivo expiatorio. Pero tampoco es solo irracional, si no que mezcla intereses mezquinos, pugnas por espacios de poder, envidias y deseos de acaparar tierras.
Creo que se pueden desarrollar mejores políticas para disminuir la cantidad de mazamorras y deslizamientos, pero no dejarán de suceder. Lo que debería ser más fácil es lograr un sistema judicial más honesto y eficiente, que no se preste a estos juegos y gestos atávicos.