El título en realidad es el de un excelente ensayo de Mario
Vargas Llosa sobre la novela, una aproximación magistral a esa frontera
imprecisa entre realidad y ficción sobre la que se ha construido buena parte de
la literatura conocida y que viene perfectamente a cuento cuando se trata de
abordar la rutina noticiosa desde una mirada suspicaz. ¿Cuál es la verdad de
las mentiras que se dicen día a día, o cuál es en realidad la mentira que se
esconde detrás de las supuestas verdades? Veamos.
Si uno lee con cierto rigor crítico las noticias puede darse cuenta de que, por lo general, estamos en el centro del fuego cruzado de medias verdades. No solo el fake news nuestro de cada día, que es usual sobre todo en las redes y en alguno que otro medio que se presta al juego, sino información no necesariamente comprobada que se desliza con algún tipo de interés para generar daño o confusión.
Hace algunos días, por ejemplo, se difundió una lista de periodistas que, supuestamente, habrían sido parte de la trama del golpe o que se habrían beneficiado con contratos estatales a cambio de algún tipo de “favor” o “consideración” en su trabajo informativo. En realidad fue la segunda parte de una historia cuyos primeros capítulos comenzaron a escribirse hace tiempo, cuando con el mismo afán de desprestigio se habló de un “cartel de la mentira”, integrado también por varios periodistas – algunos protagonistas también de la segunda parte – a quienes se quiso vincular en ese entonces a los intentos de desestabilización que supuestamente se gestaban en la embajada de Estados Unidos.
En ambos casos, cártel I y II se trataba de mentiras afortunadamente fáciles de demostrar con solo dar un vistazo a la trayectoria de los “acusados”, entre ellos algunos premiados en Bolivia y en otras partes del mundo por la calidad de su trabajo y por la transparencia en su ejercicio periodístico.
La verdad detrás de esta mentira es que no solo se quiere poner en duda el mensaje eventualmente crítico contra el gobierno, sino que se quiere destruir la credibilidad del mensajero, tal y como se hacía en los tiempos del estalinismo en la Unión Soviética o más cerca en la Cuba de los Castro, donde hasta la propia “cordura” de los adversarios políticos se ponía en duda, simplemente para hacerles ver como unos cuantos “locos” que no se habían acostumbrado a disfrutar de las maravillas de los paraísos socialistas. Este procedimiento no es diferente al empleado por las dictaduras de derecha contra sus opositores.
Hay mentiras que ni siquiera se pueden disfrazar de verdades, tal vez porque como en el cuento, no solo queda al descubierto la desnudez de quien las dice, sino la fragilidad de su versión. “Durante el gobierno de Añez aviones de guerra salieron a disparar a campesinos humildes en el norte de Potosí”, dijo sin ruborizarse el exvicepresidente Álvaro García en una entrevista reciente concedida a un medio español.
En realidad no hubo sobrevuelos en el Norte de Potosí, pero lo que si hubo fueron francotiradores afines al MAS, apostados en las serranías cercanas a la doble vía La Paz-Oruro, que dispararon en contra de los buses que trasladaban a mineros potosinos que iban a reforzar la resistencia cívica en contra del fraude electoral.
En la misma entrevista, García Linera aseguró que “a la secretaria del presidente Evo la encadenaron a una cama de hospital”, cuando lo que en verdad ocurrió fue que la foto de una pobre mujer que permanecía en esa condición correspondía a otra persona y en otro país. Pero, bueno, en este caso la imaginación es lo que vale si se trata de sostener ante el mundo que lo que se produjo en Bolivia en noviembre del 2019 fue un golpe de Estado.
Algo similar a lo que sucede cuando el mencionado personaje dice que la sucesión constitucional en Bolivia, en caso de “ausencia de Presidente, Vicepresidente y presidente del Senado”, recae en la ¿decisión? del “bloque de mayorías”. En realidad esa es una Constitución novelada, porque la verdadera señala un procedimiento muy distinto, que fue el utilizado para la elección de la senadora Jeanine Añez como nueva mandataria del país, no en “ausencia de”, como se quiere hacer ver, sino ante “renuncia de” el Presidente, el Vicepresidente, la presidenta del Senado, el primer vicepresidente de la misma cámara y el presidente de la Cámara de Diputados.
El narrador añade que quienes salieron a las calles para denunciar el fraude de octubre de 2019 son un “sector que desprecia a la mayoría” y que es “democrático superficialmente”, porque “si ganan son democráticos y si pierden no son democráticos y reclaman la presencia de tanquetas y aviones”. Obvio, aquí se omite decir que, antes del fraude comprobado por la OEA, lo que hubo sí fue el “desprecio de la mayoría” que votó por el No a la reelección de Evo Morales en febrero de 2016 y que son precisamente los gobiernos del socialismo del siglo XXI, léase Maduro en Venezuela u Ortega en Nicaragua y el propio Morales en Bolivia, los que se aferran al poder y no lo quieren dejar democráticamente, al extremo que en los casos del nicaragüense y el boliviano se impuso la reelección indefinida para dar lugar a una suerte de presidencia “vitalicia” del “patriarca”.
Como toda fábula, la del golpe de Estado no solo tiene justificación y secuela de “justicia”, sino que lleva implícita una moraleja y, de paso, una suerte de “pedagogía democrática, en la que se advierte que “no se puede gobernar al margen de las mayorías de un país, al margen de la representación mayoritaria del voto…”. El mismo guion podría aplicarse con plena justificación y veracidad al caso del fraude electoral: no se puede elegir ignorando a las mayorías”, pero eso ya no es parte de ninguna ficción, sino de la realidad.
La novela por entregas, a la que semanalmente se le añade un nuevo capítulo y con otros protagonistas, también señala, en voz del ex vicepresidente, que el gobierno de transición tuvo la culpa de la “destrucción” de la economía y que si se quedaba más tiempo “hubieran desaparecido la totalidad de las empresas del Estado” con la “intención de asfixiar y que todos esos recursos que estaban en manos del Estado pasaran al sector privado”. Ante esto, solo queda un piadoso plop del lector ante la desmesura de la fantasía.
Detrás de esas “mentiras” –privatización de todas las empresas públicas, asfixia estatal y demás– hay verdades que se manifiestan después, casi como cuando el novelista hace ficción a partir de hechos biográficos, elementos de la realidad o que se pueden convertir en realidad.
“No he hablado con nadie del gobierno”, dice García Linera, pero “en lo personal creo que hay que hacer una reforma tributaria…para que la gente que tiene más dinero pague más impuestos… estamos hablando de los grandes potentados - ¿grandes? -, de la gente adinerada que hay en el país”. AGL cree –¿y el gobierno también?– que hay que “imponer un impuesto a las agroexportaciones” y “sanciones a los evasores”, que han llevado sus capitales “a paraísos fiscales”, contra quienes habría que establecer “un conjunto de penalidades… para que paguen lo que le han robado al Estado”.
Sin reposo, ni reflexión, llevado por la inspiración, agitado y posiblemente afiebrado el novelista cierra la entrevista con una descripción “salvaje” de las clases medias bolivianas. “Sectores medios tradicionales con apetencia de linchamiento a los indios, al indio, son los que queman la bandera porque no tienen a Evo, porque si hubieran agarrado a Evo, porque querían atacar, quemar el Parlamento y entrarse a la Casa del Pueblo y arrastrar el cadáver de Evo y botarlo si era posible de los 24 pisos que hay”.
Lo cierto, para decepción del narrador, es que esas “salvajes clases medias” no tenían otra “apetencia” que la de hacer respetar la democracia y que, ya con el Palacio del Pueblo abandonado desde hace días y con la asamblea cerrada, se impusieron una férrea disciplina para que nadie traspusiera el perímetro resguardado de la plaza Murillo mientras las fuerzas del orden no lo dispusieran, precisamente para evitar convertirse en protagonistas del guion/trampa que se había preparado con anticipación.
Finalmente, la “mentira” del golpe en Bolivia es una “verdad” de manual que se quiere compartir con el vecino que responde al mismo credo político, para que toda movilización popular adversa sea considerada en adelante sedición y todo acto de protesta pública la insinuación de terrorismo. El “golpe” así sería la etiqueta ignominiosa que se impondría, en Bolivia, Argentina, Nicaragua, Venezuela y el que venga, contra cualquier manifestación del derecho a disentir individual o colectivamente contra un régimen que se arroga la representación del “pueblo” y que, a nombre de él, abusa, persigue, encarcela y censura: la verdad de la mentira.
Hernán Terrazas es periodista.