La reciente polémica que suscitó la indecisión del vicepresidente David Choquehuanca para vacunarse contra el Covid-19 debería formar parte de un análisis global de las reacciones que ha generado y genera la pandemia en Bolivia.
Si bien la posición de la segunda autoridad del Estado es muy relevante y digna de atención no lo es menos la de otros actores individuales e institucionales que pasaron de una aparente euforia por las transformaciones culturales vinculadas a la vida en medio de la crisis sanitaria, a una repentina marcha atrás que denota seguramente más temor al cambio que a la propia enfermedad.
Tuvieron que pasar casi dos años, cientos de muertos y centenares de miles de contagiados, para que el vicepresidente David Choquehuanca decidiera vacunarse contra el Covid-19. En el lenguaje popular –que a él le gusta mucho utilizar– habría que decir que “se hizo de rogar más de la cuenta” y que, como segunda autoridad de Estado, no dio buen ejemplo.
La discusión sobre este tema está abierta desde hace tiempo. Están los que creen, como el Vice, que uno es libre de vacunarse o no y de tratar sus males como le parezca. A otros les parece que la vacunación debería ser una condición para desarrollar actividades normales, como ir al cine o de compras a un supermercado.
La idea en todo el mundo es que mientras más vacunados haya, menor será el riesgo de contagio y está demostrado también que las personas que recibieron las dosis completas de vacunación tienen menos posibilidades de desarrollar los síntomas más graves de la enfermedad si se contagian.
De hecho, en Bolivia, pese a haberse duplicado el número de contagios en las últimas semanas, los fallecimientos han disminuido en casi un 75% si se compara este período con el del primer año de la pandemia, cuando las vacunas eran todavía privilegio de unos cuantos países.
David Choquehuanca puede hacer lo quiera con salud y tomar la decisión que se ajuste a sus creencias, pero el vicepresidente de un gobierno que decidió exigir un carné de vacunación a los ciudadanos para poder desarrollar actividades en espacios públicos no puede eludir la obligación de vacunarse. En su caso, la distinción entre el ciudadano común y la autoridad de Estado es muy importante.
Un vicepresidente no puede contribuir a la desinformación sobre un tema tan sensible como el de la vacunación y mucho menos si, como ha ocurrido desde hace más de un año, buena parte de los argumentos en contra de la inmunización estuvieron sustentados en prejuicios y supersticiones que solo agravaron la situación del Covid en el país.
Ejemplos como el de Choquehuanca sirvieron indirectamente para que algunos pobladores de la ciudad de El Alto atacaran un puesto de vacunación en esa ciudad o para que, más recientemente, organizaciones cívicas y gremiales expresarán su rechazo activo a la correcta disposición gubernamental de exigir un carné con el registro de las dosis de inoculación para realizar algunas actividades.
Con relación al Covid, no solo la actitud del vicepresidente entraña peligros. Durante las celebraciones de fin de año e incluso semanas antes, cuando se realizaron innumerables festejos estudiantiles y actos de graduación de nuevos bachilleres, la gente bajó la guardia.
Es obvio y hasta natural que para algunos el retorno a la normalidad es una cuestión de sobrevivencia económica. Los gremialistas o transportistas, por ejemplo, no pueden realizar sus tareas a distancia. Para ellos no existe teletrabajo o cosa parecida. Se trata de actividades que deben desarrollarse sí o sí en el espacio público, porque de otra manera no se generan ingresos.
Pero en otros casos, el teletrabajo no representa un problema y mucho menos una pérdida, sino todo lo contrario: la posibilidad de contribuir a evitar aglomeraciones, tráfico intenso en horas pico, una saturación del transporte público y la concentración innecesaria de multitudes en un solo espacio y sin medidas de bioseguridad.
Hace poco más de un año, los filósofos de la post pandemia aseguraban que la crisis sanitaria había generado un cambio irreversible de paradigmas y que, a partir de ese momento, nada iba a ser igual en el trabajo, en el estudio y en otras actividades que hasta ese momento habían sido exclusivamente presenciales.
Sin embargo, los hábitos previos, construidos a lo largo de siglos, no terminan de desaparecer. Es más, incluso en el sector privado internacional existen empresas que paulatinamente han regresado al trabajo presencial no tanto por una necesidad imperiosa de reactivarse, sino porque no conocen otra forma de control del desempeño del personal que no sea la de verificar que el empleado está presente.
Algunos consideran que detrás de todo está la lógica del poder, es decir, la necesidad que experimentan algunos líderes de saber que ejercen un control mucho más directo o la ansiedad que se refleja en la actitud del maestro –de colegio o universidad– que no sabe si sus alumnos están o no pendientes de lo que él dice.
No está muy claro, tampoco, si el rendimiento estudiantil ha experimentado una caída en dos gestiones escolares lejos de las aulas y no hay quien se atreva a afirmar con pleno convencimiento que el aprendizaje solo es posible desde un pupitre frente al pizarrón, como tampoco es posible afirmar, con todos los argumentos a mano, que para la mayoría de las empresas –no las industrias, claro– es imprescindible que el empleado esté en el escritorio para tomar decisiones tan trascendentales como la compra de algún insumo.
Posiblemente las culturas de trabajo previas a la pandemia pugnen por sobrevivir más tiempo porque no existe confianza en modelos diferentes ni liderazgos capaces de resignar o romper ciertas tradiciones de control que forman parte del manejo administrativo.
Si bien no ha terminado de subvertir por completo el “antiguo” orden, ni a cambiar definitivamente los paradigmas o comportamientos, la pandemia al menos ha servido para poner en evidencia los factores que influyen para que no sea tan fácil dar un salto hacia el futuro: creencias, supersticiones, hábitos, tradiciones, temores, complejos figuran en un inventario de actitudes que tienen vasos comunicantes entre sí. A fin de cuentas, la diferencia entre la justificación expuesta por el vicepresidente del país para no vacunarse y la de un líder empresarial que quiere ver a todos sus empleados en los escritorios otra vez, no es tan significativa.