La Gran Depresión empezó con una fuerte caída de la bolsa en agosto de 1929.
La debacle financiera se expandió rápidamente a los sectores productivos y terminó
sumergiendo a los Estados Unidos en una profunda recesión que duró diez años.
En 1934, durante uno de los peores momentos de la crisis, el Congreso le pidió encarecidamente
a un grupo de expertos que elaborara una metodología para medir el tamaño del problema.
Se necesitaba un dato, un número, que pudiera resumir la magnitud de la crisis
y determinara cuan lejos se estaba de superarla.
El economista Simon Kuznets y su equipo se pusieron manos a la obra y crearon un concepto que llamaron Producto Interno Bruto, el famosísimo PIB. La idea tuvo una buena acogida entre los académicos (Kuznets ganaría el premio Nobel en 1971) y, por supuesto, entre los políticos, que tenían ahora una herramienta para medir el efecto de sus programas y políticas públicas. El PIB traspasó rápidamente su contexto histórico y se convirtió en la estadística más importante de las ciencias sociales. Su gran atractivo es que resume en un solo número lo que está pasando a nivel productivo cada año. A partir de su creación, economistas, políticos y el público en general nos referimos al PIB como “la economía” y lo tratamos casi como a un ser vivo que crece, se fortalece, se deprime, se recupera y vuelve a crecer.
Medir el PIB y monitorear su trayectoria a través del tiempo es, sin duda, un ejercicio bastante útil. El PIB no solo muestra cuanto producimos como país, que es, al final del día nuestra restricción presupuestaria, sino que muchas de las variables que nos importan como la expectativa de vida, la superación de la pobreza, los niveles nutricionales, los niveles de educación, etc., están fuertemente correlacionadas con él. Pero, ojo, por toda su simpleza y utilidad, el PIB puede esconder una peligrosa trampa. Obsesionarse con este número y tratar de engordarlo a como de lugar para que así “la economía” se muestre saludable puede ser un craso error.
Si mantenemos al PIB creciendo a punta deuda pública improductiva, por ejemplo, nuestra economía tendrá pies de barro y estaremos sembrando las semillas de la próxima recesión. Usando su mimado modelito de la “demanda interna,” el MAS ha venido haciendo exactamente eso desde el 2014 cuando se acabó el superciclo de materias primas. Cuando cayeron los ingresos y lo recomendable era apretarse el cinturón y reducir los gastos (las exportaciones de gas natural cayeron de seis mil millones de dólares el 2014 a mil millones de dólares el 2020), el gobierno le siguió metiendo nomás gastando lo que no tenía con tal de que el PIB continuara su ritmo ascendiente. Los déficits fiscales se acumularon (levamos 8 años de déficits fiscales consecutivos a un promedio de 8% del PIB), la deuda pública externa subió de seis mil millones de dólares el 2014 a once mil millones de dólares el 2020, el crédito neto del Banco Central al sector público no financiero se hizo positivo y superó los cinco mil millones de dólares, y nos dilapidamos las reservas internacionales netas que pasaron de quince mil millones de dólares el 2014 a cinco mil millones de dólares en la actualidad.
Y, claro, uno dirá, ok, gastamos mucha plata y nos endeudamos, pero si la deuda estaba dirigida a inversiones sensatas probablemente haya valido la pena. Pues me temo que no. La realidad es que el uso de la deuda no tuvo nada de sensato. Una parte fue a ampliar el presupuesto de sueldos y salarios del sector público que paso de cuatro mil millones de dólares el 2015 a más de seis mil millones de dólares el 2021 (aumentando el número de burócratas y el botín de pegas para el partido), otra parte fue a financiar a más de 70 empresas públicas que en su gran mayoría son deficitarias, y en su totalidad son ineficientes, y otra parte fue a financiar canchas de futbol, museos, aeropuertos a los que no llegan aviones, etc. Sin olvidarnos, por supuesto, de los variados casos de escandalosa corrupción.
El modelito de la “demanda interna” a partir de 2014 consistió entonces en inflar la demanda agregada para mantener el crecimiento del PIB de forma artificial, es decir, sin establecer fundamentos productivos sólidos. El único objetivo era que no se notara que ya no había plata y que la fiesta se estaba acabando.
El afán de engordar el PIB a como de lugar es populista y cae en la trampa de pensar que el velocímetro hace mover al motor cuando es exactamente al revés. El presidente Arce está obsesionado con mostrar que la economía crece y ha empapelado las ciudades con gigantografías que muestran un embustero 9,4% para el primer trimestre. Ahora se empecina en pronosticar un 5,1% para el 2022, cuando la Cepal y el Banco Mundial solo pronostican un 3,2 y un 3,5%, respectivamente. Pero, otra vez, la pelea no está ahí. No importa crecer, sino hacerlo por las razones correctas. La preocupación real no debería estar en los puntos porcentuales de cada año, sino en establecer fundamentos productivos sólidos que generen un sector privado fuerte y pujante (mercados libres, seguridad jurídica, reducción de impuestos, reducción de regulaciones en el mercado laboral, reducción del déficit, y reducción del aparato público y de su influencia). El crecimiento saludable del PIB será una consecuencia natural de dichos fundamentos.
Antonio Saravia es PhD en economía (Twitter: @tufisaravia)
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