El principal obstáculo para el desarrollo de Bolivia es la polarización. En un país donde los gobernantes discriminan a los gobernados que no son de su línea y donde los gobernados no creen en nada de lo que diga el gobierno las posibilidades de “salir adelante” – como reza el principal eslogan gubernamental – son prácticamente nulas.
No se puede construir políticas de Estado desde la confrontación interna. Incluso en Chile, donde acaba de ganar las elecciones un candidato de izquierda o en Perú, donde sobrevive todavía el debilitado gobierno de un populista como Pedro Castillo, existen lineamientos en el ámbito económico, diplomático, de justicia y otros que difícilmente van a ser cambiados, porque son resultado de coincidencias gestadas desde hace muchos años, donde lo prioritario no es quién imponga su razón, sino cómo se garantice por sobre todas las cosas el interés nacional.
Las reformas a la justicia, por ejemplo, tropiezan con la incredulidad y desconfianza de unos y otros. A estas alturas y luego de observar lo que ocurre con los jueces que liberan a toda suerte de criminales, ni siquiera los simpatizantes del actual gobierno creen que funcione una estrategia de parches temporales.
No se trata de identificar a los jueces corruptos o de plano mafiosos, sino de cambiar las condiciones estructurales que permiten la elección de ese tipo de personajes para funciones de semejante importancia. Al paso que vamos, la salida o hasta la detención de unos no implica que los nuevos elegidos sean mejores, sencillamente porque los procesos de elección están absolutamente viciados.
Y este no es un problema solo del actual gobierno o de la gestión anterior del MAS, aunque ciertamente durante esos períodos los males se agravaron, sino de un pecado original de la democracia. Todos los partidos que llegaron al gobierno o los que compartieron el poder en tiempos de pactos buscaban sacar tajada en el campo judicial para torcer los fallos en dirección de algunos intereses creados. El cuoteo fue un mal de muchos años, aunque en ocasiones la partidización de la justicia haya corrido paralela con la elección de juristas innegablemente probos.
Para el ciudadano común la justicia es un infierno. “Sálveme Dios de caer en las manos de uno de estos jueces”, porque lo más probable es que la gente deba decidir entre perder sus bienes o su libertad, una disyuntiva especialmente amarga para quienes no gozan de ningún tipo de influencia, ni de condiciones económicas que les permitan dar vuelta la página de este drama.
La crisis o, más bien, descomposición absoluta del sistema judicial no se resuelve con el despido de unos por delincuentes y la permanencia de otros por leales y obsecuentes. Tan obra mal el juez que libera a un violador o un narcotraficante, como el que castiga a un adversario político por el capricho de quien ejerce el gobierno. En el mejor de los mundos unos y otros debían correr la misma suerte.
Mientras el gobierno no se abra genuinamente a la posibilidad de que una reforma se ejecute no solo con los opositores, sino con el concurso de todos los que deben estar involucrados en un proceso de estas características, no será posible dar ni siquiera el primer paso.
Pero no es solo en la justicia donde la polarización dificulta e impide los cambios. Desde hace muchos años, más de treinta, que se sabe que el Salar de Uyuni es una de las tres reservas más importantes de litio en el mundo, pero en todo ese largo tiempo no hubo acuerdo para permitir que esos recursos pudieran ser explotados en beneficio de la empobrecida región en la que están ubicados (Potosí) y del país.
Mientras en Bolivia se discutía el cómo, en Argentina y Chile se apuraba el cuándo y a estas alturas ambos países vecinos cuentan con la inversión extranjera y la tecnología para figurar como proveedores en el mercado de las baterías de litio que se utilizan para automóviles y celulares. En el mundo la demanda de litio crece y aquí lo que abunda es un debate insulso sobre quién se pone la camiseta más proteccionista de todas para agradar a una tribuna que suele festejar victorias que agravan su pobreza.
Una sociedad crispada por la polarización no puede lograr el entendimiento. Bolivia es un país donde cada facción conmemora aniversarios y efemérides distintas que subrayan las diferencias. La historia reciente ha discurrido entre treguas efímeras y un conflicto siempre latente.
Nos define como país un vocabulario de guerra, de bandos en permanente desencuentro y periódica colisión, de narrativas que son trincheras argumentales para distinguir artificialmente a unos y otros, de mitos que son banderas sembradas en espejismos.
En esas condiciones nada puede cambiar. Y eso es algo que perjudica a unos y otros, aunque al gobierno le compete la responsabilidad de dar un primer paso en dirección no a la definitiva coincidencia, porque a fin de cuentas la discrepancia es propia de la democracia y enriquece la perspectiva, pero por lo menos a crear un escenario de mínima confianza en el que las ideas puedan exponerse sin el riesgo de caer nuevamente en el fango de los estigmas y las etiquetas.
Quizás ese sea uno de los principales desafíos del presidente, a quien hasta ahora le ha costado mucho gobernar para unos y también para otros. No es, con mucho, una tarea fácil, pero es la única por la que Luis Arce podría pasar a la historia y, de paso, viabilizar los temas fundamentales de una agenda nacional por ahora atrapada en la polarización. Polarizar pudo haber sido una estrategia para llegar, pero no para trascender.
Hernán Terrazas es periodista y analista