Las desgracias nunca llegan solas. En
1878 una sequía asoló a los valles de Bolivia, causando una hambruna y gran
mortandad entre los habitantes del campo. La mortandad causó a su vez peste y
los famélicos sobrevivientes migraron en masa a las diminutas ciudades. En eso,
un tsunami destruyó las localidades bolivianas de la costa del Pacífico, igual
que a sus vecinas peruanas y chilenas. Aquel estrago hizo necesario el famoso
impuesto de los 10 centavos a las empresas extranjeras allí asentadas, que fue
utilizado por Chile como excusa para su invasión del litoral boliviano. El
resto es historia conocida.
No es tan diferente lo que experimentamos hoy. La peste, tal como nunca la habíamos vivido, está aquí. Está causando y causará más muerte y hambre. Sólo nos falta la guerra. ¿Sólo nos falta? “Ahora sí, guerra civil”, proclamaban entusiastas las huestes del MAS durante las jornadas de octubre y noviembre, como si se tratara de una alegre excursión. La milagrosa victoria en las calles que resultó en el colapso de su gobierno y la fuga de Evo Morales dejó a sus movimientos sociales clientelares fugazmente perplejos, pero eso ya pasó.
Dinamitar cerros para derrumbarlos sobre las carreteras; cavar zanjas para impedir del paso de camiones con oxígeno para salvar vidas en riesgo por el COVID-19; el ataque a ambulancias; el anuncio del corte de agua, servicios y suministro de alimento a las ciudades, ¿suena a protesta… o a guerra civil? ¿Por 42 días de diferencia en la realización de elecciones?
En el contexto de una guerra internacional entre ejércitos, varias de estas acciones serían violaciones a las convenciones de Ginebra, que ponen límites a los actos de guerra. Por ejemplo, “las personas civiles que no participen en las hostilidades, los heridos y los enfermos, así como las personas con discapacidad y las mujeres encintas serán objeto de protección y de respeto particulares. En ningún caso podrá atacarse a los hospitales (…y…). También se respetarán los traslados de heridos y de enfermos civiles, de las personas con discapacidad y de las parturientas”. ¡Cuánto más válido en caso de un conflicto interno, entre conciudadanos!
¿Cuántos bolivianos mueren a causa directa de que estos bloqueos que no permiten que el oxígeno necesario llegue a los necesitados? Sea la decisión de quien fuere, los responsables tienen nombre y apellido. Para efectos legales futuros, uno de ellos será Juan Carlos Huarachi.
¿Alguien duda de que esta situación no se haya originado de una orden del Jefazo? Todo este asunto está impregnado con sus huellas digitales. El 16 de noviembre le dijo al periodista Gerardo Lissardy: “Quiero que sepas: los movimientos sociales, el movimiento indígena o el pueblo alteño solo nosotros los podemos parar. Van a seguir combatiendo contra la dictadura.” Los actuales bloqueos e incitación a la violencia provienen del llamado Pacto de Unidad, que es a su vez el núcleo de la Coordinación Nacional para el Cambio (CONALCAM), que fue el mayor beneficiario clientelar del gobierno de Evo Morales. Juan Carlos Huarachi, dirigente máximo de la COB, cabeza del CONALCAM, necesita reivindicarse tras haber pedido la renuncia del Jefazo al mediodía del 9 de noviembre de 2019. Esta es la continuación directa del “los vamos a acompañar con cercos, a ver cuánto aguantan”.
Las dictaduras militares mataban a bala. La dictadura sindical está matando de manera más sutil y difícil de medir, pero están matando. No tienen ninguna diferencia moral. Si este va a ser el devenir del MAS, si da lo mismo que ataque al resto de la sociedad con cualquier excusa, siendo un partido legal, realmente da lo mismo eliminar su sigla y quitarle su personería jurídica.
Como hace 141 años, los cuatro jinetes del Apocalipsis vuelven a marchar sobre los bolivianos. Pero esta vez el enemigo está adentro.
Robert Brockmann es periodista e historiador.