Nuestra mediterraneidad sigue en debate. La reflexión de Andrés Guzmán “lo que no significa no tener salida al mar”, es necesaria, pero no suficiente. Indudablemente, es fundamental saber que la mediterraneidad no es ficción. Sin embargo, esa reflexión no apunta al objetivo central: hemos perdido la ilusión marítima en 2015 por mandato de La Haya. ¿Qué hacemos ahora con esa derrota?, ¿cómo avanzamos sin tener soberanía marítima? Doble potencial respuesta: nos resignamos a la soledad territorial o emprendemos una nueva táctica de desarrollo a partir del asentamiento de los corredores bioceánicos.
A ver, veámoslo brevemente.
Solemos dar alargados brincos de desarrollo –el último lo vivimos de 2004 a 2014– aferrados al brillo circunstancial de alguna materia prima. Descuellan la plata, el estaño y el gas como regalos divinos a los que hemos venido montándonos anhelantes. Nuestros rezos vienen adosados a esta “maldición de los recursos naturales”. Tras reclamar a la Virgen María por nuestros pecados, agregamos, nerviosos, que no olvide proveernos de algún nuevo material digno de exportación. Nuestras oraciones han sido escuchadas y el litio resplandece como la última novedad de la naturaleza.
¿Algún problema? Sí. No siempre fue así y la historia lo constata con innegable devoción: fuimos la poderosa Audiencia de Charcas y supimos conectar los océanos con indisimulable unción: el Pacífico y el Atlántico, Lima y Buenos Aíres fueron nuestros virreinales puertos. Los mares allá y acullá, fueron nuestros. La Audiencia, pues, constituyó el normal engranaje de entrelazamiento territorial. Cabe recordar que en 1825 nacimos como Bolivia con este desperfecto. Un mal congénito que, tras dos siglos, sigue marcando una huella indeleble. Nuestra geografía sufrió un corte y éste sigue dañándonos tortuosamente. Vivimos una geografía de encierro, sólo pasajeramente aupada por el hallazgo de algún recurso natural. Al parecer la aparición de algún mineral, alguna hoja, algún gas, permite nublarnos la vista y creer que el desarrollo nos pertenece. Vivimos, pues, reiterativas dosis de hipnosis colectiva que aletarga a nuestra ciudadanía y a sus gobernantes: “ahora sí podremos” parecemos gritar al cielo sin percatarnos que la distancia social entre Chile y Bolivia en 1800 era nula, en 1900 era de 2 a 1, en 1950 era de 3 a 1 y hoy es de 8 a 1. Nuestros vecinos crecen, nosotros mantenemos tercamente nuestros añejos indicadores.
¿Cómo dar la vuelta a esta reflexión? Amparados en un marco teórico fascinante proporcionado por el profesor Thazha Varkey Paul en su investigación sobre Pakistán, “The Warrior State, Pakistan in the Contemporary World”. Queda en claro el tipo de Estado que tiene ese país: casi fallido, es la tranca geográfica perfecta entre China e India, de un lado, y los países árabes y Europa, del otro. Está en el medio impidiendo los flujos mercantiles. Hay pues una maldición previa a la maldición de los recursos naturales: la maldición de los recursos geoestratégicos. Pakistán ha invertido los recursos destinados a ser ese canal en armas, burocracia y lealtades, trancando la conexión entre “mundos”. Este cercenamiento ha derivado en un estancamiento crónico.
¿Maldición de la geografía? Sí, y ese fue el resultado del cercenamiento de la Audiencia de Charcas, reconvertida en el país que habitamos: Bolivia. Somos la Audiencia sin brazos ni piernas. Nos hemos sumergido en los recovecos de este territorio como una nación cautiva, alejada del Pacífico por la arrogancia chilena (es lo que nos encanta proferir a cuatro vientos) del lado del Pacífico y la lontananza brasilera y argentina del lado del Atlántico. Nos hemos albergado en nuestra soledad territorial.
Necesitamos esa fluidez internacional. Necesitamos abrir las compuertas de la nación. No podemos seguir apelando a la conmiseración de la muletilla “mar con soberanía” que a la postre ha sido una disputa enguerrillada por poseer soberanía sin mar. Son dos conceptos distintos y debemos saberlo. Nos hemos abocado más en exigir soberanía y luego mar, cuando lo que interesa es tener mar. Necesitamos establecer corredores bioceánicos que enlacen a Bolivia con los dos océanos. Ese es la meta. Debemos ser el Canal de Panamá, con algunos kilómetros de más en relación a este fabuloso “invento”.
Eso y sólo eso permitirá romper los moldes añejos de esta nación cautiva.
Diego Ayo es cientista político.