A pesar de su importancia, no se sabe cómo
lograr mejorar la educación superior de nuestros jóvenes en manos de las
universidades públicas y privadas. En la primera parte de esta artículo hago un
repaso de la situación y en la segunda, sugiero un cambio en la relación entre
el Estado y las universidades.
Hace más de medio siglo que Bolivia realiza importantes esfuerzos en educación logrando algunos éxitos significativos en la erradicación del analfabetismo, la inclusión de las mujeres y una mayor participación de los jóvenes en la secundaria y en la educación superior. Para lograr todo esto, Bolivia destina el 10% del PIB a las escuelas y colegios y 2,3% a las universidades. El gasto por estudiante previsto en el presupuesto nacional llega a 1.430 dólares anuales por escolar y a 2.000 dólares por estudiante universitario.
Frente a gastos millonarios y habiendo logrado importantes avances en cobertura, corresponde preocuparse por el nivel académico. En un país en vías de desarrollo no es alarmante que la calidad de la enseñanza no sea comparable a la de otros países, pero lo realmente preocupante es su persistente deterioro. Hoy día, los niños terminan la primaria sin el dominio de la lectura, este problema se arrastra en la secundaria y las universidades se enfrentan a jóvenes mal formados en sus inicios y a otros problemas que les son propios.
En una tradición casi centenaria, en muchos países latinoamericanas las universidades públicas son autónomas, es decir, no dependen de ningún poder del Estado, pueden tomar sus decisiones como mejor crean conveniente. Son algo así como organismos extraterritoriales. Acorde con la CPE que otorga al Estado la obligación de asumir los gastos de educación, el Estado financia a las universidades y tiene la posibilidad de realizar auditorias para evitar malversaciones. Se ha aceptado, sin mucha discusión, que las universidades son instituciones delegadas del Estado para ocuparse de esta importante función. En este supuesto, el Estado es el responsable de los éxitos o fracasos del sistema educativo mediatizado por las universidades, no obstante que no tiene participación en sus decisiones ni en su funcionamiento.
El supuesto anterior podría ser modificado en el marco de la CPE y el respeto a la autonomía universitaria interpretándolo como un acuerdo de compra de un servicio: el Estado requiere educar a sus jóvenes y para ello financia los centros de educación superior que pueden ofrecerle ese servicio. Como todo demandante de un servicio, el Estado puede especificar lo que quiere. Por ejemplo, podría pedir a las universidades de formar 1.000 ingenieros civiles cada año o 1.000 médicos dotados de buenas calidades académicas. Podría también negarse a financiar los gastos de estudiantes que alarguen sus estudios por más de siete años y también pedir a las universidades el cumplimiento de sus propios estatutos, en particular, con relación a la designación de docente. Podría pedir que los profesores encargados de realizar el servicio convenido tengan un buen nivel académico y podría organizar un sistema de seguimiento a la calidad de los servicios que está solicitando. En otras palabras, el Estado no debería desentenderse de la calidad educativa, lo que no significa que vulnere la autonomía universitaria. Es decir, deberá evaluar los resultados según lo solicitado y convenido y no inmiscuirse en los procesos para no vulnerar la autonomía universitaria.
Todas las carreras universitarias tienen un instituto de investigación, pero salvo algunos casos destacables, estos institutos brillan por su ineficiencia (peor aún: no hacen nada). Aceptando un nuevo relacionamiento entre el Estado y las universidades, el Estado podría acordar, mediante un pago convenido de mutuo acuerdo, que realicen las investigaciones que necesita, por ejemplo, sobre el litio, las energías alternativas u otros importantes temas.
Para decidir qué investigaciones pedirá a las universidades y para evaluar la calidad de los servicios que recibe, el Estado debería crear un Concejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Concyt) como existe en otros países (por ejemplo, Argentina). En virtud de la autonomía, las universidades pueden aceptar o rechazar los pedidos que el Estado les dirija. El Concyt podría encargarse también de guardar, ordenar y difundir las investigaciones científicas realizadas en o sobre Bolivia.