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Sin embargo | 09/08/2024

La política del temor

Jorge Patiño Sarcinelli
Jorge Patiño Sarcinelli

El riesgo es la posibilidad de que un mal nos suceda y de nada sirve orar para evitarlo. “Se derraman más lágrimas por plegarias atendidas que por aquellas no atendidas”, dice Santa Teresa (quien quiera un toque de maldad divina, puede optar por Oscar Wilde: “Cuando Dios te quiere castigar atiende tus plegarias”). El hecho es que el riesgo es parte inherente de la vida. No podemos siquiera imaginar una vida sin incertidumbre. Quizá sería tediosa sin las alegrías por los males no acaecidos.

Para el hombre medieval, el riesgo se manifestaba sobre todo como la amenaza constante de la muerte y en la iconografía de la época la rueda de la fortuna y el esqueleto son imágenes frecuentes que servían para recordar que “todo es vanidad, todo es vapor”. Cuando una peste podía llevarse la mitad de la población o una mala cosecha significaba hambruna y muertes, esos temores eran bien fundados.

Para el hombre moderno, los riesgos han disminuido significativamente y solo la reciente pandemia nos ha recordado la fragilidad colectiva de la vida ante el azar microbiano, pero ellos no han desaparecido. Enfermedades y accidentes de todo tipo son posibilidades que no podemos quitar del mañana, y si alguien se preocupara demasiado con amenazas probabilísticas, no saldría de casa ni le abriría la puerta al cartero. Sospecho que hay riscófobos de ese tipo, como hay temerarios que ignoran el riesgo o hasta lo buscan.

El riesgo es un dato que rara vez podemos precisar. Lo procesamos en una paleta psicológica: preocupación, inquietud, aprehensión, ansiedad, temor, miedo, temor, pavor, pánico…

De lo que no cabe duda es de que el temor al riesgo es un rasgo de la normalidad humana. Si es así, ¿cómo no suponer que sea un determinante del comportamiento político? De hecho, algunos analistas argumentan que ese temor está siendo explotado por los políticos de esta generación -no es la primera vez en la historia- y que está ahí una de las explicaciones del crecimiento del populismo de derecha.

Por ejemplo, dice David Brooks (New York Times, 18|07|24): “En toda sociedad existe una tensión entre seguridad y dinamismo. En un mundo volátil, (el movimiento de Trump) ofrece seguridad a la gente. Promete fronteras y barrios seguros, protección contra la globalización y contra la destrucción creativa del capitalismo (y la pérdida de empleos en tu clase). Ofrece protección frente a una clase educada que te mira por encima del hombro y adoctrina a tus hijos en la escuela”.

Este es uno de los elementos que explica que la base de la derecha estadounidense esté ahora entre la clase trabajadora sin título universitario, la más vulnerable al riesgo. Me pregunto qué habría dicho Marx.

Junto a estas amenazas concretas de la pérdida de empleo y el crimen, que se alega falsamente que cometen los inmigrantes más que otros, está la gran amenaza abstracta del progresismo. “La ideología de género quiere llevar a la promiscuidad a nuestros hijos” decía una participante en el encuentro de los libertarios en Santa Cruz. No solo a la promiscuidad, sino a que los chicos quieran el sexo libre, revelar otro género que el biológico y pensar distinto de sus padres en cuestiones que estos consideran sacrosantas. ¡Horror!

Sin duda hay un progresismo idiota que más que avanzar quiere censurar, pero la idea general de progresismo implica, como su nombre lo sugiere, progreso; es decir, cambios, y con estos siempre viene la incertidumbre de adónde vamos a llegar con ellos.

Me parece que los países europeos en general han absorbido mejor los cambios de su sociedad, pero son evidentes sus temores concretos de la invasión de los inmigrantes y el desempleo que supuestamente causan. En los países menos desarrollados la vida es más incierta y, cuanto a los riesgos, con solo sufrir lo cotidiano hacemos callo. Quizá por eso el discurso político nacional hace menos referencia a los riesgos que a los hechos; es decir, a riesgos consumados, si vale el oxímoron. No hay dólares, no hay empleo, no hay gasolina. Aunque es posible que debajo del reconocimiento de estos hechos yazca el temor de que ellos anuncien cosas más graves.

Un ingrediente característico de la nueva derecha estadounidense es la presencia de Dios, el gran protector. Esto se ha hecho evidente en las reacciones al atentado contra Trump: “Me sentí seguro porque tenía a Dios a mi lado”, dijo. En la misma vena, otros comentarios atribuyen la intervención divina para que la bala solo le rozara la oreja. “Dios salvó su vida” proclamó el predicador evangélico Franklin Graham.

Dice una nota del mismo periódico: “esta fusión de fervor cristiano y política republicana refleja un cambio que se ha intensificado en respuesta a un país cada vez más laico y pluralista”. Sin embargo, el mero hecho de ser laico y pluralista no representaría una amenaza. Son el progresismo y los cambios que este conlleva los que constituyen la amenaza que empuja a la gente a empuñar las banderas de Dios en la política, a atrincherarse en cuestiones retrógradas y seguir a un Trump mesiánico. Este retroceso se da, tanto en Estados Unidos como en Europa, en contextos en que la propia democracia ha perdido el valor que tenía como ideal, la seguridad adquiere más valor que la libertad y la soledad delata la erosión de la fraternidad.

En su El hombre y lo sagrado, Roger Caillois dice “Toda manifestación de vitalidad implica un riesgo, un peligro”. Es decir, una sociedad que se deja dominar por el miedo es una sociedad que renuncia a perseguir los caminos que dicta su vitalidad y termina por perderla.

El caso de Estados Unidos es un ejemplo. Es una sociedad que persiguió ideales de aventura, libertad e innovación hasta que segmentos significativos decidieron emprender el camino del retroceso; para desesperación de las gentes ilustradas de Manhattan y San Francisco, me imagino. Pero en las próximas elecciones estadounidenses quizá veamos una paradoja; que la gran amenaza que mueva a los votantes en las urnas sea el propio Trump con sus excesos autoritarios y su Plan 2025. Veremos.

Todavía no se ve el final del gran túnel. Quizá sean meros ciclos, pero para los que creíamos que la humanidad ofrecía algo mejor para las futuras generaciones bajo ideales liberales, progresistas y democráticos, hoy los cambios tiran para abajo.




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