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Sin embargo | 10/01/2025

La medicina entre Hipócrates, Mamón y Trump

Jorge Patiño Sarcinelli
Jorge Patiño Sarcinelli
Hace unas semanas, la salud fue noticia por el asesinato de un alto ejecutivo de una compañía de seguros de salud en Nueva York. Tal es la bronca en ese país con estas empresas, que muchos han festejado el asesinato y visto al asesino como héroe. No entro en esa discusión, ya que hay una cuestión de mayor trascendencia para nosotros que surge del episodio: cómo en la medicina los mecanismos de mercado fracasan con consecuencias dramáticas. 
El analista económico Peter Coy dice: “El mayor desajuste (misalignment en el inglés original) en los sistemas de salud es que un mercado puramente libre no puede funcionar porque consideramos, con razón, que cierto nivel básico de asistencia en salud es un derecho humano” (NYT, 13|12|24).
Dos ideas importantes en este párrafo se oponen a las tesis libremercadistas radicales. Primero, que la asistencia en salud es un derecho humano (rechazado por los libertarios que creen que la justicia social es una aberración) y, segundo, los sistemas de salud no pueden funcionar sin regulación; es decir, sin intervención del Estado (rechazada por los mismos). 
Es importante notar que la mayor parte de los países desarrollados tienen sistemas de protección que incluyen servicios de salud universales y gratuitos. Hay al menos dos razones fundamentales para esto. La primera es que hay una probabilidad no despreciable de que los costos de una intervención de salud representen un golpe devastador en la economía familiar y que es inmoral dejarlo al azar cuando hay mecanismos de solidaridad como los sistemas públicos de seguridad social. Una aberración inmoral, según los libertarios, porque para financiarlos hay que cobrar impuestos.
Los seguros privados también cumplen un papel de protección, pero sus primas reflejan riesgos actuariales y no tienen por qué guardar proporción con la economía de cada familia. Es por eso inevitable que una familia de bajos recursos quede al descubierto frente a costos médicos mayores si esta es su única opción y si los precios cobrados por atención no son controlados.
La bronca contra las empresas de seguros de salud en Estados Unidos se explica porque con demasiada frecuencia, ellas los dejan colgados justo cuando necesitan la cobertura por la cual habían estado pagando. Dejarlos colgados quiere decir dejarlos morir porque no pueden pagar por la atención que necesitan o quebrados porque para pagarlo entran en literalmente quiebra. 
Los defensores del mercado argumentan que sus mecanismos hacen que las personas vayan a empresas que no dejan a sus clientes colgados. Argumento ingenuo -como otros similares del arsenal libertario-, ya que quien descubra que su empresa lo deja colgado, muchas veces no tiene una segunda oportunidad. Los muertos nunca las tienen. Por razones similares se regula a los bancos para que una persona no pierda todos sus ahorros en un banco fraudulento, sobre el cual el depositante siempre sabe menos que el supervisor que lo ha dejado funcionar. 
Sin embargo, no se debe creer que los únicos malos de esta película son las empresas de seguros. Hay otros jugadores. Hospitales y clínicas suelen cobrar precios abusivos a un paciente que, una vez internado, está indefenso. Por otro lado, hay miles de asegurados que buscan la manera de cargarle a su seguro todo tipo de costos o de engañarlo en complicidad con médicos, farmacias y laboratorios; y eso no es cosa del primer mundo. Cuando los galenos son deshonestos, por ejemplo, cuando recomiendan y realizan ellos mismos operaciones innecesarias –el caso más frecuente son las cesáreas–, ¿de qué le sirve el mercado al paciente al que lo han abierto sin necesidad o lo han mandado a la tumba? 
La medicina es una profesión de alto riesgo... para los pacientes, claro está. Son pocas las profesiones en las que casi todos nos vemos más temprano o más tarde forzados a poner nuestras vidas en manos de una persona que toma sobre ellas decisiones críticas prácticamente sola, sobre la base de conocimientos inevitablemente insuficientes ante la complejidad de muchos males e imperfectamente aprendidos y, lo que es más grave, muchas veces con conflictos de interés.  
La asistencia de salud es un terreno minado de conflictos de interés que el mercado es incapaz de resolver por sí solo. En ningún otro campo, el consumidor –en este caso, el paciente– está tan indefenso -o, hay tal desigualdad de información, en lenguaje de economistas- como cuando se enfrenta a un médico deshonesto o es ingresado a una clínica que actúa con mala fe. 
Los médicos suelen colgar en sus consultorios diplomas de los cursos que aprobaron, pero dudo que algún paciente haga la verificación. Hasta cuando uno sube a un ascensor hay un número de teléfono para verificar que el artefacto ha sido revisado y mantenido. Nada de esto hacemos con la calidad de los conocimientos médicos de aquellos que van a decidir cómo curarnos o matarnos con sus errores. Estamos en manos de los dizques de la reputación y las consecuencias pueden ser muy graves.
Los estudios señalan que lo que más infelicidad causa es una mala salud; más que la pobreza o la soledad. Sin embargo, justamente esto lo dejamos librado a la suerte de un mercado que, sin una regulación, depende solo de la ética. Estoy convencido de que la gran mayoría de los médicos son personas serias y honestas, pero basta que unos pocos prefieran Mamón a Hipócrates para que los pacientes estén expuestos a una ruleta rusa de muy graves consecuencias. 
Algo similar vale para clínicas privadas. Estos son negocios que, como es lógico suponer, tienen el lucro como una de sus motivaciones. Sin duda, las hay más y menos honestas, pero cuando te internan de emergencia, no podrás hace una prospección y no son las leyes del mercado las que dirán dónde te internan sino la geografía y, una vez adentro, no te protege ni tu médico de cabecera. 
En un ángulo distinto, la salud ha sido noticia gracias a la designación propuesta por Trump de Robert Kennedy Jr., sobrino del famoso JFK, al puesto de secretario de Estado en salud (equivalente a ministro). Este hombre, que ha sido tildado de chiflado más veces que Trump o Milei, suma entre sus varios desvaríos su posición antivacunas, con la que ya ha hecho mucho daño. Tampoco han faltado los chiflados antivacunas durante la pandemia, ni los que creen que las vacunas causan autismo; para lo que no hay ninguna evidencia científica.
En una de sus nefastas intervenciones, Kennedy promovió una campaña anti vacuna en Samoa, causando desconfianza en la vacuna contra el sarampión; lo que permitió que miles de niños se contagiaran y muchos murieran. Más recientemente, uno de sus abogados ha iniciado un proceso para pedir que se retire la licencia de la vacuna contra la polio en Estados Unidos, (NYT, 13|12|24). Miles de niños quedaban con graves secuelas de la polio antes del invento de la vacuna en 1955. Si Kennedy logra su objetivo, es probable que veamos en futuras generaciones iguales consecuencias de su irresponsabilidad. Es un peligro público que una persona en esa función y con ese poder crea más en el esoterismo que en la ciencia.
A los estragos que puede causar la anulación de la licencia para la vacuna de la polio, el impacto mundial podría ser enorme. Recordemos que Estados Unidos aporta casi la mitad de la ayuda a la salud mundial, que incluye la vacunación infantil, el tratamiento del VIH y la vigilancia de varias enfermedades. Es un retroceso más de la agenda Trump y este es uno de los que traerá más daños humanos. De esta agenda, hablaré otro día.

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