“Haga como yo, no se meta en política”, decía con sorna, verticalismo y practicidad el generalísimo Francisco Franco, dictador español del siglo pasado. Los bolivianos jamás seguiríamos ese consejo. La política es nuestra adicción porque es la forma local de asignar honor, bienes y ascenso social. Lo ratifico al leer El General desbarrancado. José Manuel Pando en su hora final, saga histórica documentada de la vida política y muerte del expresidente.
El autor es Juan Carlos Urenda, abogado cruceño; aunque, para alivio de sus lectores, no perpetra en su obra la prosa contractual o procesal que estigmatiza a nuestro gremio. Al contrario, cada párrafo certifica que, antes de escribir libros, Urenda los ha leído, y no solo de derecho.
La nostalgia (y esperanza) federal cruceña encarna en este texto. Como en el Zárate Willca de Condarco, los paceños se abanican en la bandera federal y en los indígenas que les sirven contra los chuquis en la disputa por la capitalía a fines del siglo XIX. Nicolás Suárez arma con su plata la Columna Porvenir para defender el Acre; el Estado olvida al tiro el compromiso de ayudar con su parte. Pando ordena además una condecoración a Suárez, que no llega.
El Tata Pando tiene ocupaciones más apremiantes: neutralizar a su vicepresidente Lucio Pérez Velasco, que conspira; anoticiarse, cuando ya está en la línea de combate, de que su canciller Eliodoro Villazón celebra la paz con Brasil por ultimátum del barón de Rio Branco (en la residencia de la embajada brasilera en La Paz aún cuelga un hierático cuadro suyo; no creo que sea un gesto diplomático deliberado). Para acceder al Acre, la ruta hasta ese momento es La Paz-Buenos Aires-Pará-Amazonas. No por nada casi solo hay brasileños en el noroeste boliviano.
Este libro me procuró una fugaz evasión de la coyuntura, pero para recrearla en el pasado. El expresidente Pando pierde la vida por –aparentemente– visitar a su querida y meterle unos piscos de Luribay. Bautista Saavedra se sirve de la idea del magnicidio para acusar al gobierno liberal. Los aymaras son una fuerza política y militar, que al final ultima a la mala a conservadores y liberales por igual y es sometida con felonía. Solamente la muerte en Mohoza de los ya oficialistas del escuadrón Pando incumbe a la justicia; son amnistiados los autores de la horrible muerte de combatientes sucrenses en Ayo Ayo. La “guerra de razas” aterra a las ciudades.
Los indios no perdonan la usurpación de tierras de comunidad de las décadas previas. Los ilustrados modernizantes las consideraron un anacronismo, engendrando violentos levantamientos. Urenda no pasa por alto los abusos y exacciones a esos indígenas. En 1871, también erupcionaron para expulsar a Melgarejo del poder, en alianza con un paceño de astucia afín a la de Pando: Casimiro Corral. Los políticos criollos de antaño sí conocían la virtud de no confinarse en su círculo social.
La narradora es Josefina Pando, hija del expresidente, que se turna con capítulos que son píldoras de historia nacional. Josefina es también quien firma una carta al presidente Hernando Siles para prevenir la conmutación de la pena de muerte al supuesto asesino de Pando: Alfredo Jáuregui. Este tenía 17 abriles cuando el incidente ocurrió, pero diez años de cárcel después sacó el bolillo negro en el sorteo judicial entre los condenados. Fue fusilado, como eterniza una filmación que guarda la Cinemateca.
En el mismo género, esta novela resuena con La sangre de todos de Ramiro Velasco Romero, presentada hace más de 20 años y que recoge otros sucesos de la Guerra Federal. Como a Urenda su impronta oriental, a Ramiro Velasco lo movía su alma sureña, cinteña. El oriente y el sur completan la absorbente mirada andina.
El General desbarrancado relata otra de las páginas extremas de la patria. Así, nuestra historia consuela, pero por resignación. Las fases se suceden; apellidos y parajes cambian, para dar luz a pandemonios ya vistos. Eso nutre un amargo optimismo de que saldremos del pozo, pero para hundirnos después, al final de otro ciclo. En Bolivia no podemos exorcizar la política, generalísimo Franco.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.