En Bolivia,
una ley puede ser tachada por no haber sido “socializada”, falta que incluso admite
al vuelo cualquier funcionario que, sin embargo, sabe que la socialización no es un requisito
constitucional. Y este no es el primer gobierno que vulnera la norma no escrita
de que las leyes, en general, se acuerdan con los interesados, sobre todo si
pueden moverle el piso al Estado.
En Bolivia, las leyes se imponen a los individuos, sin más trámite; a ciertas corporaciones aisladas o distantes del poder, por la fuerza, pese a algún bloqueo marginal o gruñido. Lo que ya es más jodido es contarles el cuento de que la ley es obligatoria a los poderes reales, esos capaces de jalear, trastornar la calle y meterle miedo al más pintado.
El poder corporativo en Bolivia no es reconocido por el sistema legal-formal, pero con ese fenómeno ocurre como con la frase de las brujas: no creemos en ellas, pero de que las hay, las hay. Y como buen tema espinoso, nadie plantea cómo guiar institucionalmente ese poder, así que solo hay negociaciones ad hoc, libradas a la divina providencia.
Estas semanas mostraron pues a algunas de las influyentes corporaciones, haciéndose sentir con un Gobierno que, paradojas de la vida, declama representarlas y reserva solo halagos para la mayoría de aquellas.
Digo la mayoría, porque la lisonja hasta 2019 incluía también a dos corporaciones clave: las Fuerzas Armadas y la Policía. A ellas el MAS les impuso luego un estándar de lealtad más alto que, por ejemplo, a la COB que pidió la renuncia de Evo en 2019. Ni qué decir a esos dirigentes que se quedaron a ver TV con pipocas, mientras el avión presidencial se elevaba en 2019. Tampoco doña Lidia Patty evoca a los dirigentes sociales que se reunieron ante las cámaras con el gabinete de Jeanine Añez en el Palacio y sin hacerle muecas ni a Murillo.
Volviendo al tema, entre las corporaciones presentes estos días están los gremialistas y los cooperativistas mineros o, para precisar, “algunas de sus organizaciones” (es difícil llevar un censo de ellas o requeriría un año sabático para escribir un libro como el de García Linera, ese que le sirvió de mapa para convertir la fuerza de esos movimientos en un reinado). Y se ha visto otra vez que la autoridad de esas organizaciones implica, a menudo, un veto de hecho, que el Legislativo, el Judicial o el mismo Tribunal Constitucional (TCP) ya quisieran para sí.
En el Legislativo, basta que el Ejecutivo jaripee a su mayoría, cuando la tiene. En el TCP, es a veces suficiente que un emisario ungido solicite afablemente un comunicado o, si hay tiempo, un fallo, no importa que en ellos se cuele la ambigüedad. Esa que permita luego otra interpretación calculada para un poder futuro, que nunca se sabe cuál será.
La división de poderes real, no la que cuentan los papeles, es esa capaz de pararle el coche al Estado en la calle. La que sacudió el “impuestazo” de 2003, la que abortó el “gasolinazo” de 2010 o la que se ha encabritado por esas normas de investigación del patrimonio privado y, encima, del informal. Habrase visto mayor agravio a los poderes que son.
No sé si sea para alegrarse del todo, pero esas fuerzas también son un dique contra las “bondades” de un Estado moderno que, de paso, se meta en las vidas de todos bajo el pretexto de ubicar narcos o terroristas.
Esas corporaciones que neutralizan al Estado son las que, por ejemplo en 2019, con su desgano dejaron al MAS en el barranco. Son los cooperativistas mineros contra Evo en 2016, faena que le costó la vida a un viceministro, Chonchocoro a sus victimadores y la muerte anónima a varios cooperativistas. De estos nadie se acuerda, dicho sea de paso. Y esos muertos sepultados en el olvido son el precio que pagamos ritualmente por nunca atrevernos a encarar este fenómeno de profundidad constitucional real de nuestra tradición política.
Pero bueno, dejemos esas aflicciones de este duro mundo. El hecho es que esas corporaciones cuentan con el poder que nunca soñará una bancada oficialista con 2/3 en el Congreso ni una sala unánime de magistrados bien peinados (y peinadas).
Gonzalo Mendieta Romero es abogado y escritor