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Al Contrario | 21/11/2019

La batalla por la narrativa

Robert Brockmann S.
Robert Brockmann S.

Más allá de las horribles batallas en El Alto, Sacaba y Yapacaní, se libra otra batalla, menos cruenta pero no menos intensa, acerca de la narrativa de lo que significa la caída de Evo Morales y el fin de su era.

Como se sabe, una legión de guerreros digitales argentinos peronistas (entre otros) buscan difundir y consolidar la idea de que la caída de Morales es producto de un golpe de Estado parecido a los del siglo XX. Mientras, la mayoría de los bolivianos busca contrarrestar esa versión con la propia, la de los protagonistas, que derrocaron con movilizaciones populares a un tirano que se hizo la burla del voto echando mano a todas las truculencias imaginables, hasta que la Policía, la COB y las FFAA (en ese orden) se le dieron la vuelta. Sólo sabremos de aquí a varios años el resultado de esta batalla.

Me permitiré aquí relatar el resultado de otra batalla semejante: aquella por la figura y los hechos de Gualberto Villarroel y su gobierno. Todos “sabemos” hoy que Villarroel fue derrocado por una insurrección popular instigada por la Rosca-Minero-Feudal (estoy utilizando la terminología de la época) en contubernio con el Partido de la Izquierda Revolucionaria, de inspiración estalinista y precursor del Partido Comunista. Una combinación bien improbable.

Pero quien revise con detalle el período de Villarroel se dará cuenta de que su gobierno fue tan o incluso más funesto que el de García Meza en lo que a violación de los derechos humanos se refiere: clausuró diarios, exiló, confinó y encarceló a políticos y periodistas; asesinó a parlamentarios, militares, abogados y miembros prominentes de la sociedad; reprimió, persiguió, torturó e instauró el terror en toda la sociedad mediante la logia militar fascista (no socialista ni comunista: fascista) RADEPA que él colideraba.

La revuelta popular que lo derrocó y asesinó con enorme violencia en julio de 1946 tuvo una réplica salvaje pocas semanas después, en septiembre, cuando una turba imparable irrumpió en la cárcel de San Pedro y linchó al mayor Eguino y al capitán Escóbar, capos de RADEPA, encargados de la represión en el gobierno derrocado de Villarroel. Explosiones de furia popular como esas no se pueden incitar artificialmente, como se ha pretendido después.

En los seis años posteriores a la caída de Villarroel, éste fue universalmente retratado como tirano, y la revuelta, como revolución libertadora. Pero tras el advenimiento de la Revolución Nacional en 1952, se reescribió la historia. Dos escritores gigantescamente potentes, Augusto Céspedes y Carlos Montenegro, basados en medidas políticas positivas de Villarroel, como la eliminación del pongueaje, el primer congreso indígena y la creación de la FSTMB (el origen de la COB), reinventaron la figura de Villarroel: “el presidente mártir”. Había que reinventar a Villarroel porque el MNR fue el socio de RADEPA en su gobierno y porque la Revolución Nacional necesitaba héroes.

La enseñanza escolar de la historia ha perpetuado esa figura de Villarroel mucho más allá del período del MNR. Hoy Villarroel tiene plazas, monumentos y refinerías con su nombre, porque alguien se apropió de su narrativa.

No cabe duda de que Evo Morales ingresará a la historia, por longevidad y por haber logrado la inclusión de los excluidos. La pregunta es cuál de las narrativas perdurará. Si la que lo retrata como figura providencial y liberadora, o la del caudillo que se quiso prorrogar en el poder como si el Estado fuera él. Cualquiera que fuere, la verdad quedará incompleta.

Robert Brockmann es periodista y escritor.



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